La solemnidad de Todos los Santos es un día, sin duda, para subrayar la esperanza cristiana: ¡Hay gente como nosotros, muchos como nosotros, que llega al Cielo! Podríamos hoy hablar de muchas cosas, pero nos vamos a fijar en la segunda lectura para descubrir en ella una triple dimensión de la santidad que nos puede recentrar bastante en nuestro camino al Cielo.

Lo primero que viene a decir san Juan es que hemos conocido el amor de Dios y que debemos mirarlo desde la perspectiva de los hijos que somos. Un santo es una persona que vive en los brazos de Dios, que se deja guiar por Él, que respeta la inmensidad de Dios y se estremece ante la indignidad de que todo un Dios se abaje a nosotros, intervenga en nuestra vida y nos cuide como sólo Él lo hace. El santo, aunque se sepa pecador y, a veces, le pese, camina, como los peregrinos a Santiago medievales, ultreia et suseia (hacia adelante y mirando hacia Arriba, a Dios) por la vida con la certeza y la necesidad de la misericordia de Dios; esa que no es otra cosa que el encuentro de Dios con la debilidad de los hombres, el abrazo de Dios a la pequeñez del hombre y en el que el hombre puede descansar de verdad su corazón.

Ser santo no es ser la perfección con patas. La virgen María fue santa porque no pecó, no porque no se equivocara en nada. ¡Alguna vez se le pegaría la comida y esas cosas! Son cosas distintas y que no podemos confundir. El santo es el que ha dejado su fragilidad en manos de Dios, el que deja a Dios mirar su humildad, como dice María en el Magníficat. El santo es el que es consciente de que lleva un tesoro en una vasija de barro que necesita ser cuidada con delicadeza para no romperse y, a veces, precisa ser reparado y se alegra porque reconoce en su reparación el amor de Dios sobre él. El corazón no es de quien lo destroza, sino de quien lo repara: descubrir que es el Señor quien lo hace es lo más grande.

Conocer el amor de Dios nos lleva a una segunda cosa: luchar contra el mundo y aceptar la necesidad de una purificación continua. Y esto sólo se puede hacer si vivimos del amor de Dios, si lo hemos conocido de veras, si hemos hallado el rastro de Dios, la huella del buen Dios, por nuestro camino. Vivir el amor no es ser estoico, no es creer que Dios nos pide aguantar lo que se nos eche sin más, como si Dios fuera un agente externo que no tuviera en cuenta nuestras circunstancias. No se trata de creer que debemos ser como chicles: estirarnos y estirarnos creyendo ser irrompibles sin darnos cuenta que vamos perdiendo flexibilidad, sin caer en la cuenta de que esto provoca que perdamos defensas y nos acabemos rompiendo. Por tanto, urge ser conscientes de que estamos en lucha y que eso requiere saber medir nuestras fuerzas. En palabras de Jesús: ¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para acabarla?

Y tras prepararnos para la batalla, ¿adónde ir? Muy sencillo: a ese futuro inefable en el que seremos semejantes a Jesús, uno con Dios y con los hermanos. ¡Esto es increíble! El amor humano no lo puede lograr, porque no somos capaces de fusionarnos con la persona amada tal y como desearíamos a veces. Funcionamos en la dinámica del ‘yo’ y el ‘tú’, pero, en el Espíritu Santo, igual que sucede en la Trinidad, aun siendo personas diferentes, viviremos en una unidad maravillosa de amor. Con Dios, con nuestros seres queridos. Pensad en vuestros abuelos, padres, hermanos, maridos, mujeres… ser uno con ellos, como lo fuisteis aquí… ¡pues no! De un modo muy superior en el que no habrá espacio para el pecado y la ausencia de bien. ¿No merece la pena luchar por vivir de este amor? Un amor se concreta en las bienaventuranzas, que son el rostro de Dios. Si hubiera que dibujar, como hacen los policías con los criminales, el rostro de Jesús, habría que mencionar los adjetivos que hemos escuchado. Son la verdadera radiografía de su ser y sólo se entienden si se ha conocido el Evangelio, si se ha visto, como decía al principio, cómo Dios nos ha amado.

Paraos delante del sagrario, con el Evangelio en la mano, a buscar el paso de Dios por vuestras vidas. ¡Buscad situaciones análogas! Cómo Dios me resucitó cuando no podía más y parecía muerto; cómo Dios me envió un buen samaritano cuando no podía caminar; cómo Dios me regaló tal felicidad que parecía que caminaba sobre las aguas; cómo tuve gente que lloró conmigo en la pena, como Jesús junto a Marta y María a la muerte de Lázaro. Y podríamos seguir. En fin, que el santo es, sobre todo, quien reconoce a Jesús en su vida, disfrazado en los demás y vive desde esa confianza y gratitud en Dios. En sus brazos.