Qué extraño es el ser humano. Nos atraen las hazañas más inauditas por extravagantes. Nos parece heroica la labor de una misionera de la Caridad porque se realiza muy lejos, en lugares incómodos y con gente que no tiene qué comer y ni siquiera un lugar donde vivir, “y qué me dices del sari blanco con esas líneas azules tan elegantes, es que no podrían ir de otra manera, qué belleza”. Los misioneros nos parecen super héroes, “esos sí que son la Iglesia, no el cura de mi barrio, que come en el mismo bar que yo y compra libros en El Corte Inglés”. El cristiano contemporáneo tiene algo de fobia al cometido común, le parece tedioso. Claro, piensa que el misionero que vive en la jungla tiene medio espíritu sacerdotal y el otro medio aventurero, “sin embargo, qué triste mi vida gris, tan monótona, no hay en ella una pizca de originalidad, ¿cómo le voy a ofrecer a Dios una vida que es igual que la de cualquier ser humano?, más que una vida única, esto parece una deshonra”.

Qué difícil se nos hace vivir situaciones de normalidad desde la mirada de Dios. Cuesta más trabajo arraigar tranquilamente en el lugar que nos ha tocado vivir, que experimentar súbitas novedades. La Virgen, la mujer por antonomasia, sólo salió de su tierra porque tuvo que huir de un rey que quería matar a Jesús. No tuvo necesidad de dedicarse a realizar largos desplazamientos para encontrar la novedad que traía su Hijo. Quizá fue la primera hija de Israel que se dio cuenta de que el cambio que traía aquel que salió de sus entrañas no significaba una vida de peregrinaciones al templo de Jerusalén, ni realizar grandes gestas, sino permanecer día y noche al lado de Él. Lo más grande que hizo fue dar a luz a Jesús, así lo cuenta en el Magnificat, “me llamarán bienaventurada todas la generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”.

Aunque todo en María fue extraordinariamente cotidiano, cada segundo de su vida era de una exclusividad absoluta, porque nuestra Madre era toda de Dios. Cuando el Señor nos dice hoy en el Evangelio que los siervos dicen, “hemos hecho lo que teníamos que hacer”, y con eso basta, apunta a no buscar hipérboles ni grandilocuencias, ni subrayados, ni tiernas emotividades. La vida de fe es vivir en Dios lo que toca hacer. Es que no hay más, y cuantas más cosas ajenas al gris de la cotidianidad se pretendan, más Dios nos dirá, “¿es que no te basta con lo que te ha tocado para dejarme entrar?”. Aires de grandeza, eso es lo que tenemos, amor propio y zarandajas de marisabidillo. Prefiero contar en un millón de foros de Internet aquella maravillosa experiencia de Dios que tuve durante una puesta de sol en Jamaica, que sacar cada día siete minutos en el rincón de mi habitación para no perderme su presencia.

Recuerda siempre que lo que tienes que hacer es poco, el mucho lo pone Dios.