¡Cristo se pone apocalíptico anunciando la destrucción del templo de Jerusalén! ¡Vaya titular de una gran portada de prensa sensacionalista! El Señor realiza esta profecía con todo el dolor de su corazón: el pueblo judío no le reconoce como Mesías. Ha fracasado la antigua alianza y, para dar paso a la nueva y definitiva, debe ser destruido el símbolo que la representaba. El estremecedor anuncio lo realiza el Señor justo antes de la cena pascual, la Última Cena que relata san Lucas en el siguiente capítulo. Suena como a derrota, pero en realidad se trata de una poda purificadora necesaria.

En el año 70 serán los romanos los encargados de llevar a cabo el devastador presagio: tan sólo dejarán los muros de la explanada, que siguen hoy día de pie. El levantamiento judío supuso el fin del templo.

Cristo añade una profecía de “guerras y revoluciones”. Dicho y hecho: ¡cómo nos conoce el Salvador, qué caladitos nos tiene! En el mundo no ha habido paz universal jamás. El corazón mezquino, tentado por el maligno constantemente, no deja de buscar motivos para alentar un conflicto permanente: si no es exterior, será con los juicios internos; si no es en la familia, será con los vecinos; si no es con el pueblo de al lado, será con la nación; si no es con un país, será con un continente. Las cadenas de la violencia acompañarán nuestra historia hasta la última llegada de Cristo glorioso.

En realidad, más que los conflictos “civiles”, tan abundantes, se refiere a los conflictos morales, pues al fin y al cabo la gran guerra se establece entre el bien y el mal. ¡Qué difícil es desenmascarar el mal que está detrás de tantas ideologías, guerras y revoluciones!

Resulta más llamativo aún que añada, a modo de explicación: “Es necesario que eso ocurra primero”. Parece como un mandato divino, una especie de penitencia impuesta a la humanidad. Pero en realidad es una advertencia a los hijos de la luz: el Príncipe de la Paz ha venido a hacer la guerra. Una guerra sin cuartel y sin descanso contra un mal que tan hondamente arraiga en el corazón humano, cegándolo a las realidades divinas e impidiendo que vea más allá de este mundo. La peor ceguera es, y siempre lo será, la ausencia de luz divina.

La acción permanente del mal nos tiene que llevar a una siembra permanente del bien. Primero, con nuestra vida de oración, que nos hace personas profundamente espirituales (que no espirituosas, beatorras o, peor aún, buenistas). Y, fruto de esa unión con Dios, encontraremos los mil modos de sembrar el bien, luchando por manifestarlo todo lo que haga falta, con los medios legítimos de que dispongamos.

La Biblia de la Conferencia Episcopal titula el fragmento que recoge la primera lectura “El juicio. La «cosecha» y «vendimia de la tierra»”. Son las profecías que cumplen lo ya anunciado por Cristo en otros lugares del evangelio: en el día final, el trigo será separado de la cizaña. El rico simbolismo de la vid encuentra infinidad de interpretaciones: el vino semeja la sangre; la sangre es vida y al mismo tiempo simboliza la muerte; la sangre derramada de los mártires testifican los crímenes de la humanidad (hoy celebramos a S Andrés Dung-Lac y compañeros mártires); el fruto de la vid es pisoteado en el lagar de la ira de Dios, del que sale la sangre del crimen de la humanidad. En fin, será por interpretaciones…

Pero la gran batalla de nuestra vida, la de cada día por ser instrumentos de la luz y no de la oscuridad, terminará algún día, cuando vuelva el Señor en el día del fin del mundo. En esta batalla, lo crucial es elegir bando.