“Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. El día del Juicio final constituye el acto liberador definitivo de Cristo. Lo terrible y tenebroso de ese día quedará para los enemigos de Dios, aquellos que eligieron el bando equivocado, el de la esclavitud del pecado, la mentira o la tibieza.

La descripción que hace Cristo sobre los signos de ese día hace acuñar el término “apocalíptico” a eventos naturales devastadores. Por esta razón y quizá de un modo simplón, asociamos dichos eventos a un castigo de Dios. No faltan visionarios y adivinos, quizá influenciados por alguna sustancia sospechosa que son capaces de profetizar el fin de mundo.

Sea como sea el comportamiento de la naturaleza que acabe con nosotros, desde dentro del planeta o desde fuera, no caigamos en una visión llanamente material, porque nos perderemos lo mejor: la lectura y la interpretación adecuadas del día del juicio final.

Dicho día —aunque le pese a algunos, forma parte la Revelación de Dios— es una realidad que está por venir. Pero, después de lo dicho en días anteriores, la respuesta de los corazones fieles al Señor para ese día glorioso no podrá ser el miedo y el pánico: será la alegría y el gozo. El pórtico de la gloria dejará de ser piedra para convertirse en realidad.

Yo deseo que llegue el día del juicio final: deseo contemplar la victoria definitiva del Señor también en esta creación, aunque en realidad suponga su fin. Deseo ver la derrota de la injusticia, el odio, el dolor, la muerte, y tantos otros males hijos del pecado que contemplamos en este mísero mundo. Esa victoria sucederá de modo visible, a la vista de todos.

El deseo del juicio final brota de la virtud teologal de la esperanza. Por eso, nuestro gran Capitán nos exhorta, preparándonos para ese día: “Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”.