Ponemos punto y final al año litúrgico con la conclusión del último libro de la Sagrada Escritura: el capítulo 22 del Apocalipsis. Describe el paraíso recreado, una bella descripción plena de naturaleza viva, un nuevo Edén en que vivir eternamente: se restablece la armonía cósmica que rompió el pecado de la primera creación.

Aparece el trono de Dios (Padre) y del Cordero (el Hijo), al que daremos culto sin fin en la liturgia de alabanza, cuyo vestigio apenas vislumbramos en esta vida en cada celebración de la eucaristía. Allí nos deleitaremos en la eterna celebración de latría a la Santísima Trinidad.

Por fin encontrará la humanidad una fuente de energía renovable inagotable y sostenible: ¡el Señor Dios, la luz del mundo, lo iluminará todo!

Gaudí diseñó la Sagrada Familia queriendo plasmar esa descripción apocalíptica (¡qué bien queda cuando usas el término para describir la belleza y la gloria!), proyectando en la arquitectura las formas de la naturaleza, tanto al exterior como en el inmenso bosque del interior, cuyas copas de los árboles y, más aún, las vidrieras, dejan pasar esa luz que viene de lo alto. Todo confluye hacia el presbiterio, el trono del Padre y del Cordero, y el Espíritu Santo, representados en vertical, hasta llegar al cielo del templo.

El versículo del salmo no podría ser otro: “Marana tha. Ven, Señor Jesús”.