En ocasiones hay algo que merece toda nuestra atención, ante lo cual todo lo demás queda en un segundo plano. A veces es un espectáculo grandioso de la naturaleza, pero en otras ocasiones es un acontecimiento pequeño (y no por ello menos grandioso), en el que nos quedamos absortos, apartados de lo que nos rodea, concentrados en su “magia”… Un ejemplo del primer caso puede ser la erupción de un volcán, del segundo la delicadeza de una tela de araña. Grande o pequeño absorbe toda nuestra atención y concentra nuestra mirada.

Hoy la Iglesia mira a María (y nos quedamos absortos ante semejante milagro de Dios), y la contemplamos como un espectáculo grandioso: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.

La grandeza del plan de Dios sobre toda la humanidad que, discretamente, preparó la Inmaculada Concepción de la Virgen, es una voluntad dispuesta a decir siempre Sí a Dios. Todos habíamos sido encerrados en el pecado, pero María (por los méritos de Cristo), es liberada de esa esa esclavitud y, por ello, su mirada a Dios es completamente distinta de la nuestra. Nosotros miramos a Dios, en algunos momentos, como un tirano, como quien fastidia nuestra libertad. María lo mira como el Señor y su Amor, que puede hacer de su vida lo que quiera pues todo lo ha recibido de Él.

La mirada, la escucha, la esperanza que María tiene en su Señor la capacita a decir su Sí a la salvación de todos los hombres. Dirá san Pablo: “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”.

Y también nos quedamos maravillados ante un prodigio que pasa desapercibido a la gran multitud, algo que parece pequeño, pero es enorme.

“Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Son palabras sin grandes discursos ni reflexiones. Con la sencillez de la que siempre dice la verdad, de la que se fía completamente de Dios y se pone en sus manos.