Comentario Pastoral


EL ADVIENTO DE MARÍA

La Navidad no se improvisa, hay que prepararla. Los afanes no pueden reducirse a preparativos ambientales de nacimientos, árboles, villancicos, luces, turrones y christmas. Es también necesaria una preparación interior con sensibilidad espiritual, activa; este es el sentido y la finalidad del Adviento que estamos viviendo.

El primer y mejor Adviento de la historia fue vivido por María durante nueve meses en expectación del parto del Salvador. Por obra del Espíritu la Palabra fue creciendo en sus entrañas hasta la gran manifestación de la Navidad. A ejemplo de María hay que vivir consecuentemente en Adviento, en expectación, dejándonos guiar por el Espíritu de Dios que obra maravillas en el interior.

María nos encubre a Dios en Adviento para descubrirnoslo en la realidad pletórica y nueva de la Navidad. El «sí» de María hizo posible la primera venida del Salvador; por eso ella es la que siempre le precede. ¡Qué consolador es saber que Dios viene siempre a través de María!

La Virgen del Adviento es la virgen joven de la anunciación, que se estremece ante el mensaje del ángel. Es la joven madre que aprende a amar a su hijo sintiéndole crecer dentro de sí. Es la creyente dócil que acepta los planes de Dios y encarna dentro de sí la Palabra por obra del Espíritu. Es la mujer, de la esperanza que, desde el silencio de Nazaret, se prepara a entregar al mundo la salvación, hecha carne en Jesús.

Cuando aguardamos la venida del Redentor levantamos los ojos hacia su Madre para llenarnos de gozo y de gratitud sincera. María es la puerta del cielo y la estrella del Adviento. Ella es claridad eterna que ilumina con luz de estrella prodigiosa las tinieblas de nuestro desconcierto.

Por eso desde hace mil años la Iglesia Universal en estos días canta esta antífona, que es una de las más conmovedoras plegarias: «Madre del Redentor, virgen fecunda / puerta del cielo siempre abierta, / estrella del mar / ven a librar al pueblo que tropieza / y quiere levantarse. / Ante la admiración de cielo y tierra, / engendraste a tu santo Creador, / y permaneces siempre virgen. / Recibe el saludo del ángel Gabriel, / y ten piedad de nosotros, pecadores».

María nos abre las puertas de la Navidad, preparadas por Isaías y el Bautista. Esperemos como ella la venida del Señor: con alegría y sobre todo con gracia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Samuel 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16 Sal 88, 2-3. 4-5. 27 y 29
san Pablo a los Romanos 16,25-27 san Lucas 1, 26-38

 

de la Palabra a la vida

No por más peculiar que sea esta Navidad que vamos a vivir se presenta como menos inminente en estas lecturas que hoy proclama la Iglesia. La objetividad de la liturgia se manifiesta aquí para traer alegría e ilusión reales, por el motivo más cierto y real de todos. Así nos lo anuncian las lecturas: La promesa que David recibe de parte de Dios y de labios del profeta se cumplirá en su descendiente María, ella, descendiente de la casa de David, será el templo dorado, bellísimo, que contenga la presencia divina del Señor de un modo inefable, no en tablas de piedra, sino con una carne como la nuestra. La imagen de María en su respuesta confiada al ángel contiene el cumplimiento de todas las promesas antiguas, una de ella la de la primera lectura de hoy.

Por eso, sí, la Iglesia nos anima a volver hoy nuestra mirada al pasado para poder creer en lo que va a suceder en el presente. Sí, la celebración de la Navidad es feliz si hemos creído firmemente que lo anunciado sucede, si en la memoria de tantos santos profetas y reyes, en las palabras de anuncio divinas, somos capaces de reconocer la silueta que a lo lejos y desde la ventana -diría el Cantar de los cantares- se nos atisba hoy. El fundamento de lo que creemos se ha ido asentando a lo largo de la historia, y todo el peso de las promesas y de los sucesos penden de un hilo fino y bello: la propuesta del ángel a la virgen María. El peso del plan misterioso se pone en las manos de una joven nazarena. Si hoy no somos capaces de estremecernos ante el misterio de la voluntad de Dios, pues pocos días a lo largo del año este se muestra con tanta fuerza, ya todo resultará «lo de siempre», «normal».

Si a lo largo de este Adviento hemos seguido de cerca a la figura de la virgen María, ahora esta alcanza su belleza mayor, pues donde David, su padre, experimentó la negación de Dios, María recibe ahora, no por su poder, por su riqueza o por sus victorias, sino por su humilde fe, la confirmación, el sí de Dios que la invita a ofrecer su propio sí. Ella, que nos ha enseñado a esperar, que engarza en una inmensa cadena de creyentes que empieza en Abraham, ante esta respuesta y a partir de ella, va a conocer la soledad del creyente, la experiencia de soledad tan fuerte que acompaña en tantas ocasiones al creyente, aun sabiéndose parte de una historia milagrosa.

El ángel contiene y hace presente toda la historia del plan de Dios, de su aparecer ante los hombres y con ellos; por eso su marcha, su acción de dejarla sola, la pone en esa situación de incomprensión para el mundo que nos supera totalmente: ¿Cómo explicar haber recibido tan inefable don? ¿cómo explicar una llamada divina o una respuesta por encima de las propias posibilidades? ¿cómo dar fruto en tanta pequeñez? Con dos palabras se puede explicar, una la del salmo: «eternamente». No es sólo que el proyecto de Dios venga de lejos, es que va mucho más lejos. No es sólo que Dios conforte a los suyos y les ilumine, es que lo va a hacer siempre.

La segunda la pronuncia el ángel: «para Dios nada hay imposible». La experiencia de la fe es la de quien contempla que Dios lleva a cabo lo imposible. Lo imposible supera los cálculos y la imaginación humana. Lo imposible es una invitación no a rebelarse o a reducir la fe a casualidades, sino a creer. Lo imposible no va de desear mucho, mucho, lo que sea que uno quiere y no puede. Va de creer a Dios, que se hace cercano. María creyó, por eso hoy se nos anuncia la gloria de Dios y mañana la contemplaremos envuelta en pañales.

El fruto de la fidelidad de María no se veía, pero ella lo sabía y así se mantuvo fiel. La Iglesia quiere aprender hoy de ella, y aunque no contempla frutos de santidad en tantas ocasiones, busca mantenerse fiel. Sigamos adelante, pues ella nos ha enseñado a creer y nos ha enseñado a saber.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

A las demás comunidades religiosas, y a cada uno de sus miembros, se les exhorta a que, según las diversas circunstancias en que se encuentren, celebren algunas partes de la Liturgia de las Horas, que es la oración de la Iglesia y hace de todos los que andan dispersos por el mundo un solo corazón y una sola alma.

La misma exhortación se hace también a los seglares.

(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 32)

 

Para la Semana

Lunes 21:

Cant 2, 8-14. Llega mi amado, saltando sobre los montes.

o bien: Sof 3, 14-18a. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti.

Sal 32. Aclamad, justos, al Señor, cantadle un cántico nuevo.

Lc 1, 39-45. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Martes 22:

1 Sam 1, 24-28. Ana da gracias por el nacimiento de Samuel.

Salmo: 1 Sam 2, 1-8. Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador.

Lc 1, 46-56. El Poderoso ha hecho obras grandes por mí.
Miércoles 23:

Ml 3,1-4.23.24. Os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor.

Sal 24. Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.

Lc 1,57-66. El nacimiento de Juan Bautista.
Jueves 24:

2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16. El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor.

Sal 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.

Lc 1, 67-79. Nos visitará el sol que nace de lo alto.
Viernes 25:
Natividad del Señor. Solemnidad.

Is 52, 7-10. Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Heb 1, 1-6. Dios nos ha hablado por el Hijo.

Jn 1, 1-18. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

Sábado 26:
San Esteban, protomártir. Fiesta.

Hch 6, 8-10; 7, 54-60. Veo el cielo abierto.

Sal 30. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

Mt 10, 17-22. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre.