Martes 22-12-2020, feria privilegiada (Lc 1,46-56)

«Proclama mi alma la grandeza del Señor». Tras el saludo de Isabel, María rompe a cantar. Movida por la alegría y la fuerza del Espíritu Santo, que la llenaba totalmente, pronuncia unas palabras más propias de ángeles que de hombres. Este es, sin duda, el cántico más famoso e importante de todo el Nuevo Testamento. Tanto es así, que la Iglesia lo lleva repitiendo todos los días en la oración de la tarde –las Vísperas– durante siglos y siglos. En este canto, el Magníficat, vemos cómo aquella que es la llena de gracia se preparó para el nacimiento de su Hijo. Lo primero que hace la Virgen es exaltar la grandeza de Dios. Porque ante el Señor, la principal actitud es siempre la alabanza y la adoración. María no se dirige a Dios para suplicarle, darle gracias o interceder… sino que reconoce ante todo, su grandeza y poder. En esta Navidad, ante ese Dios tan grande que se ha hecho tan pequeño, tú y yo debemos también reconocer con humildad su infinito Amor. Como los ángeles aquella noche, entonemos nosotros también un canto de alabanza y adoración a nuestro Dios: ¡Gloria a Dios en el cielo!

«Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí». María sabe también, y así lo canta, que todo en su vida es una obra maravillosa de Dios. Es más, se reconoce inmensamente pequeña ante inmensidad del Amor divino: «porque ha mirado la humildad de su esclava». Para alabar y bendecir a Dios, es necesario que primero reconozcamos todos sus beneficios, sus obras grandes en favor de nosotros, los hombres. El papa Francisco alerta muchas veces del peligro de ser cristianos “desmemoriados”, que dejemos en el olvido las acciones salvadoras de Dios. ¿Yo puedo repetir, con María, que el Poderoso ha hecho obras grandes en mí? ¿Cuáles son esos milagros de Dios en mi vida? ¿Realmente Dios ha actuado? Nunca es tarde para pararse a recordar las maravillas de Dios. Lo hacemos cada día en la Eucaristía, cuando hacemos presente la obra eterna del Amor divino. Lo hacemos cada año en Navidad, cuando volvemos a salir al encuentro de ese Dios que se ha hecho tan cercano, un Niño pequeño en brazos de su Madre.

«Acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de su descendencia por siempre». Si queremos proclamar la grandeza del Señor y cantar sin cesar sus maravillas, es necesario que, como María, meditemos constantemente la historia de la salvación. Todo el Magníficat es un precioso entramado de citas bíblicas, perfectamente engarzadas entre sí. En estas líneas vemos que la Virgen estaba totalmente llena de la Palabra de Dios, que meditaba y escuchaba sin cesar. No podemos hablar de la misericordia de Dios si no conocemos sus promesas, aquellas promesas que ha cumplido en la historia con misericordia desbordante. Por eso, el Adviento es un tiempo de especial escucha de la Palabra de Dios. Sólo en la Escritura podremos hallar, como lo hizo María, las promesas que se cumplirán en Cristo. Sólo alimentándonos cada día con la Escritura podremos prepararnos como Ella para revivir, un año más, la gran obra maravillosa de nuestra salvación.