Comentario Pastoral


DESCUBRIR LA PROPIA VOCACIÓN

La liturgia de la Palabra de este segundo domingo ordinario nos presenta las líneas magistrales de un tema capital: todo hombre o mujer, en cuanto ser humano, tiene una «vocación» y está llamado para una «misión» en el mundo, en la sociedad y en la Iglesia.

Las páginas más bellas y sugestivas de la Biblia son aquellas que nos presentan la vocación de hombres concretos que han tenido papel importante en la historia de la salvación: Abrahán, Moisés, Samuel, David, Isaías, etc. Las escenas de la vocación revelan a Dios en su majestad y en su misterio, y al hombre en su verdad, en su aceptación. Toda vocación bíblica es una elección por parte de Dios para una misión histórica particular.

La primera lectura que se lee hoy es un expresivo ejemplo de la llamada personal de Dios y de su diálogo con el hombre. Por tres veces, durante la noche, el joven Samuel oye una voz que lo llama, pero no sabe de dónde viene. Ayudado por el viejo sacerdote Elí, descubre la llamada decisiva del Señor y responde con prontitud y disponibilidad: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha».

Es paralela la llamada de los primeros discípulos de Cristo, que nos narra el evangelio. Importa constatar una vez más que la iniciativa de la llamada parte de Cristo; es fruto de un ansia y de un interés que el hombre tiene en el corazón; ¿Qué buscáis?; es un descubrimiento progresivo: «venid y lo veréis». En el itinerario de toda vocación se deben considerar siempre los binomios fundamentales: buscar-encontrar y seguir-permanecer.

La alegría que Andrés ha experimentado al encontrar a Jesús y reconocer en él al Mesías, la hace partícipe a su hermano Simón, llevándole hasta el Maestro. Este encuentro entre Jesús y Simón está iluminado por la mirada de amor y de predilección con la que Cristo acoge al nuevo discípulo, al que cambia el nombre para significar su misión particular en la Iglesia: ser roca sólida, estable y fundamental.

Es pues, necesario descubrir la propia vocación, la «verdad interior» que Dios nos ha dado. Realizarse como persona depende de la capacidad que cada uno tiene para discernir el proyecto divino escrito en lo profundo del corazón humano. La vocación cristiana es el riesgo gozoso de llegar a ser creaturas nuevas con nombre nuevo en beneficio de todos.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Samuel 3, 3b-10. 19 Sal 39, 2 y 4ab. 7. 8-9. 10
Corintios 6, l3c-15a. 17-20 san Juan 1, 35-42

 

de la Palabra a la Vida

Jesús se ha quedado con nosotros, hemos aprendido en el misterio de la Navidad. Ahora nos toca a nosotros decidir: ¿nos quedamos con Él? «¿Nos quedamos?», parece que nos pregunta la Iglesia, como debieron preguntarse los discípulos uno al otro aquella tarde que relata Juan. Nos quedamos, vamos a hacer una vida con Él, una vida representada en el año litúrgico, en el Tiempo Ordinario que estamos comenzando, un largo camino con Él que, sin duda, nos va a enseñar, a transformar, a tocar el corazón como ya lo está haciendo… Las lecturas que hoy se nos presentan, a la vez que nos recuerdan el misterio del bautismo en el Jordán, nos inician en la vida pública de Cristo, algo, paradójicamente, nada «ordinario».

Cristo va a comenzar su vida pública invitando a otros a entrar en una relación con Él. Para poder seguirle por el camino es necesario reconocer en Él al siervo de Dios, al cordero de Dios que se sumerge en las aguas de la muerte para obtener la vida eterna, el perdón para los suyos. El que era reconocido en el Jordán como «siervo» hoy lo es como «cordero»: una misma palabra hebrea se esconde detrás de ambas, con lo que podemos ver cómo desde Juan y hasta los discípulos, todos reconocen en Cristo que el Espíritu de Dios se ha posado sobre Él, que cumple las Escrituras, que hay en su vida un elemento sacrificial que de alguna forma se manifestará, y también que seguirle, quedarse con Él, supone entrar en ese misterio suyo.

La vida cristiana es un seguimiento de Cristo que ha fascinado a los discípulos, a los rudos pescadores, que han encontrado algo nuevo en Él, algo que no son dotes humanas diferentes, llamativas, casi «televisivas», sino que es algo que tiene que ver con Dios. Ellos tendrán que reconocerle -lo hará Pedro- como Mesías. Quien lo reconozca como Dios podrá reconocer también una llamada especial de su parte, como la que hace Dios en el misterio del templo a Samuel, en la primera lectura: «Habla, que tu siervo escucha». Cristo será el siervo que escucha la voluntad del Padre, el siervo que escucha, durante toda su vida y hasta en el misterio de la cruz, porque escuchar bien siempre conlleva… obedecer. Así, también los discípulos son llamados a escuchar del Maestro que ha escuchado… y a obedecer.

He aquí una preciosa característica del Tiempo Ordinario: es tiempo para que los discípulos escuchen. ¿Voy a ponerme a la escucha? ¿Voy a atender a la Palabra de Dios con esa confianza con la que lo hace Samuel? Podremos descansar como él si también en nosotros se da esa confianza en el Señor: Él hará que, si atendemos, brote de nuestros labios «un cántico nuevo», una vida nueva. La vida siguiendo al Señor es siempre una vida nueva. ¿Qué vamos a encontrar en Jesús? ¿Qué vamos a encontrar en este Tiempo Ordinario? Un cántico nuevo.

Un canto que brota de nosotros desde nuestra debilidad, como hace Cristo, que al mostrarse como corderillo manso no va a mostrar sino la confianza en el Padre. ¿Cómo voy a aceptar la experiencia de la debilidad? ¿Cómo voy a aceptar pagar por otros, perdonar, padecer la injusticia? ¿Cómo estoy viviendo la debilidad de la pandemia, con todas las consecuencias negativas que nos está provocando? El testimonio cristiano brotará de nosotros en todas esas circunstancias, pero sólo si no lo improvisamos, sólo si estamos dispuestos a estar “con Él”, como aquellos discípulos.

Ya está claro: ¿para qué queremos este tiempo? Para experimentar también nosotros la debilidad de Cristo. Suena tan mal, pero hace tanto bien… es el cántico nuevo. Lo vamos a contemplar hacer milagros, curar, enfrentarse… pero en ese poder se manifiesta una debilidad que también nosotros tenemos que vivir, en feliz obediencia no al mundo, no a nosotros mismos, sino a la voluntad del Padre.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Se celebran las Vísperas a la tarde, cuando ya declina el día, «en acción de gracias por cuanto se nos ha otorgado en la jornada y por cuanto hemos logrado realizar con acierto». También hacemos memoria de la Redención por medio de la oración que elevamos “como el incienso en presencia del Señor”, y en la cual «el alzar de las manos” es “oblación vespertina”. Lo cual “puede aplicarse también con mayor sentido sagrado a aquel verdadero sacrificio vespertino que el Divino Redentor instituyó precisamente en la tarde en que cenaba con los Apóstoles, inaugurando así los sacrosantos misterios, y que ofreció al Padre en la tarde del día supremo, que representa la cumbre de los siglos, alzando sus manos por la salvación del mundo”. Y para orientarnos con la esperanza hacia la luz que no conoce ocaso, «oramos y suplicamos para que la luz retorne siempre a nosotros, pedimos que venga Cristo a otorgarnos el don de la luz eterna». Precisamente en esta Hora concuerdan nuestras voces con las de las Iglesias orientales, al invocar “a la luz gozosa de la santa gloria del eterno Padre, Jesucristo bendito, llegados a la puesta del sol, viendo la luz encendida en la tarde, cantamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo…”

La oración de la comunidad cristiana deberá consistir, ante todo, en los Laudes de la mañana y las Vísperas: foméntese su celebración pública o comunitaria, sobre todo entre aquellos que hacen vida común. “Encomiéndese incluso su recitación individual a los fieles que no tienen la posibilidad de tomar parte en la celebración común”.


(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 39-40)

 

Para la Semana

Lunes 18:

Hb 5,1-10. A pesar de ser Hijo aprendió, sufriendo, a obedecer.

Sal 109. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

Mc 2, 18-22. El novio está con ellos.
Martes 19:
San Antonio, abad. Memoria.

Hb 6,10-20. La esperanza que se nos ha ofrecido es para nosotros como ancla segura y fuerte.

Sal 110. El Señor recuerda siempre su alianza.

Mc 2, 23-28. El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.
Miércoles 3:

Hb 7,1-3.15-17. Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec.

Sal 109. Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec.

Mc 3, 1-6. ¿Está permitido en sábado salvarle la vida a un hombre o dejarle morir?
Jueves 3:
Santa Inés, virgen y mártir. Memoria.

Hb 7,25-8,6. Ofreció sacrificios de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Mc 3, 7-12. Los espíritus inmundos gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios»; les prohibía que lo diesen a conocer.
Viernes 3:
San Vicente, diácono y mártir.
Memoria

Hb 8,6-13. Es mediador de una alianza mejor.

Sal 84. La misericordia y la fidelidad se encuentran.

Mc 3, 13-19. Llamó a los que quiso y los hizo sus compañeros.
Sábado 3:
San Ildefonso, obispo. Fiesta

Sab 7, 7-10. 15-16. Quise más la sabiduría que la salud y la belleza.

Sal 18. Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.


Lc 6, 34-39. ¿Por qué me llamáis «Señor, Señor» y no hacéis lo que digo?