El comienzo del ministerio público de Jesús es arrollador. A su paso, como contemplamos en el Evangelio de hoy, tiemblan los demonios y sus maléficos poderes. El Señor tiene potestad sobre todo y nada ni nadie puede derrotarle. Incluso, en la aparente victoria del mal en la Pasión, Dios se impone por infinita goleada al resucitar y lograr, así, la redención para nosotros.

Además de este hecho, que nos ha de llenar de confianza cierta en que nada verdaderamente malo nos puede suceder si nos aferramos a Él, puesto que todo puede ser ocasión de santificación, vemos hoy que la fama del Señor se extendió rápidamente por toda Galilea. Sin embargo, aún concediéndole el título de rabí, la mayoría de las personas no terminaba de dar el paso a la fe plena en el Hijo de Dios. Pensémoslo bien: el Hijo de Dios estaba ahí, se hacía famoso, pero no era reconocido como lo que en verdad era. Y a fe que Jesús era consciente de ello. ¡Qué soledad en última instancia la del Señor! ¡Qué incomprensión y cuánto dolor en su corazón al comprender que había mucha gente que no le seguía más que de un modo egoísta!

El problema para nosotros es que demasiadas veces nos podemos sorprender, si somos honestos, como decíamos ayer, sirviéndonos de la fe a nuestro gusto. Intentando poner a Dios a nuestra disposición, casi como si fuera un camarero al que le pides tal o cual comida de la carta y te la tiene que traer porque es su trabajo. Pero lo cierto es que debiera ser exactamente al revés: hemos de ser nosotros quienes, a la escucha de lo que el Espíritu nos quiera sugerir, hemos de ser los esclavos del Señor, como lo fue su madre, María. Y para ello rezamos y guardamos silencio, también como ella, en nuestro interior.

Es más, podemos afirmar tranquilamente que o somos esclavos del Señor o seremos esclavos de nosotros mismos y del mundo, cosa que es mucho peor, puesto que lo único que podemos ganar, en ese caso, es acabar ensimismados y sin luz interior. ¡Vivir en tinieblas y sombras de muerte! No dudemos de que, aunque no nos enteremos de primeras, nuestra alma también se retuerce violentamente, como los demonios, por no seguir a Jesús. Ojalá fuéramos capaces de vivir en una interioridad tal que notáramos los efectos del pecado en nosotros de un modo inmediato. Pero, bueno, como a veces estamos a años luz de ello, al menos fiémonos del Señor y de su Iglesia, que nos dicen, como ayer, que nos convirtamos y creamos.