La vocación de Mateo es, verdaderamente, una ruptura de esquemas para el judío medio. La salvación, aunque, como ya estaba prometido, habría de tener alcance universal, no era esperada en el modo en que Jesús se estaba comportando. Al menos, eso es lo que se puede ver en los Evangelios, ya que las grandes facciones del judaísmo no aceptaron al Señor.
Pero lo más sorprendente es que Leví le siguiera de esa manera. Seguro que ya habría estado escuchando hablar de Jesús, pero la premura en el seguimiento es meritoria, sobre todo sabiendo que debía tener su vida más que resuelta, siendo recaudador de impuestos.
Son dos polos que, aunque aparentemente resulten contradictorios -y lo son en la teoría-, no lo son tanto en nosotros, pues muchas veces caemos en lo primero, en no aceptar la novedad que supone el seguimiento diario del Señor (dejarnos sorprender y romper nuestros esquemas por Dios, reconozcámoslo, nos cuesta); y en lo segundo: descubrimos en Jesús Aquel que tiene esas palabras de vida eterna, Aquel que es el único por el que merece dar la vida.
La cuestión es cómo empezar a superar esta dualidad, estos hombres -viejo y nuevo- que luchan en nosotros. Y la respuesta nos la da Jesús en la última palabra del Evangelio de hoy: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he ven do a llamar a justos, sino a pecadores».
¡Exacto! Sabemos que Jesús nos ha venido a llamar a todos… y eso incluye que hemos de reconocer que somos pecadores, porque Él no ha venido a llamar a justos. ¿No quiere justos porque los justos no lo necesiten? Obviamente no. Si no ha venido a llamar a los justos es porque, sencillamente, no hay justos. Por contra, la Escritura lo dice muy claro: todos hemos sido encerrados en el pecado.
Partiendo de esta doble base: somos llamados, pero somos pecadores, tenemos el camino marcado: hemos de responder cada día a su llamada y hemos de purificarnos también a diario. Purificarnos de nuestro ‘yo’ para que vayamos saliendo de nosotros mismos y pueda ser el mismo Cristo el que habite en nosotros.
Pidamos ser capaces de escuchar Su voz que nos dice: «Sígueme» y comprender qué quiere el Señor que dejemos a un lado en pos de Él. El pecado es seguro que quiere que lo dejemos, pero, quién sabe, igual hay también cosas aparentemente buenas en las que Jesús nos pide una renuncia. Recuerda: no nos quiere buenos, nos quiere santos.