Nos parece increíble que alguien, con tal de poder salirse con la suya, pueda alegrarse de que un enfermo siga siéndolo de por vida. Esto es, en resumidas cuentas, lo que sucedió en la sinagoga aquel sábado. Jesús se compadeció de un hombre que tenía la mano paralizada. Fue capaz de comprender su dolor y sus sentimientos y ponerse incluso en su misma piel. A eso lo llamamos compasión, padecer con el otro. Pero no encontró ni un atisbo de esa compasión en los que estaban allí.

Seguro que ya solo con eso Jesús encontró muy razonable curar a aquel hombre. Pero es que además a Jesús le destrozada por dentro ver como algunos estaban al acecho esperando que él hiciera aquella curación para acusarlo de incumplir la ley del sábado. ¿Cómo se podía ser así? ¿Hasta qué extremo de fanatismo y de irracionalidad se podía llegar solo por querer negar la obviedad de que Jesús era alguien extraordinario?” El Nazareno” tenía un poder que solo podía provenir del cielo.

Jesús mira a aquel hombre y le hace ponerse de pie y ocupar el lugar central de ese lugar. Le pone en el punto de mira de todos los que habían acudido a la sinagoga. Si hubiera querido, hubiera podido curarle sin dar ninguna publicidad al hecho, como hizo en otras ocasiones. Pero en esta, Jesús siendo consciente de que le estaban observando, hace aquel milagro públicamente y casi podríamos decir ostentosamente.

Y antes de hacerle ese favor a aquel hombre, Jesús realiza un gesto que no pasó desapercibido a nadie; dice el evangelista San Marcos que mientras hablaba a aquel hombre estaba echando entorno una mirada de ira pues estaba dolido por la dureza de corazón de aquellos que le miraban.

En otra ocasión Jesús también echó en torno una mirada, pero en un contexto muy distinto y con el sentido contrario. Le habían anunciado que su madre y sus hermanos estaban fuera y le llamaban, pero él echando una mirada en torno a sus discípulos respondió. “¿quiénes son mi madre y mis hermanos? Aquellos que cumplen la voluntad de mi padre celestial”. En la escena evangélica de hoy la mirada es de ira y el sentimiento de dolor; en la otra ocasión la mirada es de amor y el sentimiento de orgullo. Así mira Jesús a su iglesia cuando es fiel a su misión y responde a las llamadas y mociones del Padre y del Espíritu respectivamente. Pero por el contrario esa mirada se transforma cuando encuentra alrededor mezquindad, intransigencia, rigidez y fanatismo.

Con esta curación de hoy es como si Jesús quisiera decir que mucho peor que tener una mano paralizada, endurecida o seca es tener el corazón paralizado, endurecido o seco. Él había venido a restablecer al hombre en su integridad, a devolverle su verdadera dignidad y su semejanza divina. Como se había anunciado por medio del profeta Ezequiel: “Os daré corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi Espíritu, y haré que caminéis según mis mandatos, y que guardéis y cumpláis mis preceptos” (EZ 36, 26s).

La curación de aquel hombre a quien Jesús le dijo: “extiende la mano “, era una imagen muy plástica y visible de esa obra de restauración, también llamada redención. Todos sabían que era imposible que aquel hombre hiciera lo que se le pedía. Era imposible para el hombre, pero nada es imposible para Dios. Por eso cuando hizo el intento, milagrosamente pudo extender su mano, que quedó restablecida.

Otro cargo más que se podía presentar en su contra de Jesús; otra culpa de que acusarle. Así se entiende el sentido profundo de la declaración que Juan hizo de él: “Ese es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo “. Y… ¡vaya si lo es! ¡Y a qué precio tan alto!

Mientras Jesús va dejando a su paso este reguero de vida y sanación, él va acumulando sobre sus hombros el peso de nuestras culpas, acumulando en su historial las razones que le conducirán a la muerte.

Acerquémonos a esta escena, pero no lo hagamos como si fuéramos otro observador más que contempla indolente la acción que sucede ante sus ojos. Nos puede resultar mucho más interesante ponernos en la piel de aquel hombre a quien Jesús curó. Sentir y padecer con él. Experimentar la frustración y la desesperación antes de encontrar a Jesús y la alegría y la gratitud que sintió después. También nos puede venir bien sentir la ira y el dolor de Jesús ante la cerrazón de los hombres y frente a eso, la alegría por la liberación de aquel hijo de Israel.