Cuando escribo estas líneas todos los hogares cristianos de Madrid, en España, están rezando por Rubén un presbítero que se debate entre la vida y la muerte después de padecer un terrible accidente que ya se ha cobrado varias víctimas mortales. Rezamos por los fallecidos y por los heridos, sin distinción y sin excepción. Hoy se cumplían siete meses de la ordenación sacerdotal de Rubén y sus compañeros. Por muchos chats de WhatsApp nos ha llegado el video de la homilía en su primera misa. Rubén solo habla de Jesucristo, de su llamada, de su elección. De cómo él elige a los débiles para confundir a los fuertes y a lo necio para confundir a los sabios. De cómo él sabe que necesitan de médico los enfermos y se hace presente para que no tengamos miedo ante nuestros enemigos, dificultades y peligros. Jesucristo se hace presente para salvarnos del enemigo que constantemente nos dice: “Dios no te ama, Dios no te quiere”. Jesucristo se ha hecho hombre en el mundo para liberarnos de la esclavitud del pecado a causa del miedo a la muerte. Él hace este sacrificio eterno, que tiene un poder eterno. Lo único que nos puede justificar, que Jesucristo se entrega libremente y por amor por ti y por mí.

Es impresionante escuchar estas palabras en un sacerdote que está en este instante unido a su Señor, subido a su cruz, y a quien por eso podemos decir también: “Rubén, pase lo que pase, tú eres sacerdote eterno”. Y lo hacemos en el día en que la liturgia nos describe el sacerdocio de Cristo. Aquel que vive siempre para interceder en favor de todos aquellos que por medio de él se acercan a Dios. Jesucristo, aquel que se ofreció de una vez y para siempre, se ofreció a si mismo.

Así dicho, suena bonito: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes”. Pero la cruda realidad es mucho más difícil de asumir. En el evangelio vemos a un Jesús totalmente entregado a su predicación y a curar y expulsar espíritus inmundos. Tanto es así que ni siquiera consigue retirarse y encontrar algo de tranquilidad y de sosiego. Al enterarse la muchedumbre de las cosas que hacía, venían a él de todas partes. Y tuvo que pedir a sus discípulos que le tuvieran preparada una barca por si acaso lo estrujaba y lo destrozaba el gentío.

¿Qué es lo que buscaban? Salud, libertad, paz, perdón, vida, reconciliación… se le echaban encima para tocarlo. Esa es la vida de un sacerdote si es trasparencia de Cristo, Buen Pastor. Me río yo de eso de “la soledad del cura” … se referirá esta expresión tan popular a esas escasas horas del día en las que el sacerdote como hacía Jesús, el maestro, se retira en silencio a un lugar apartado para hablar con el Padre; ese tiempo en el que el Espíritu Santo instruye y conforta el alma del pastor, siempre preocupado por su rebaño.

Y es que la experiencia de Rubén y de tantos otros buenos sacerdotes y laicos es que no hay tiempo que perder. La mies es mucha y los obreros somos poquísimos. Hay toda una labor ingente por delante. La caridad de Cristo nos urge y nos quema. Merece la pena tan solo por uno.  Merece la vida. Así es como merece la pena “que se venga la muerte”, viviendo cada día no en el despilfarro sino en la entrega de la vida. Puestos a morirnos que tarde o temprano nos moriremos, que la muerte no nos quite nada porque ya lo hayamos entregado todo. Al contrario, que la muerte nos de todo porque sea para nosotros solo ese “pasar a la habitación de al lado”. Y reclinar la cabeza sobre el pecho del Amado. Y descansar. “¡Venid a mí los cansados y agobiados y yo os aliviaré!”

Es Jesucristo el único con poder para realizar los signos que el sacerdote hoy hace en nombre suyo. Nos dice el Evangelio que los espíritus inmundos gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”, pero él les prohibía que se lo dijeran a nadie. No buscaba la fama. No quería el poder. Era el siervo de Dios. No venía a hacer su voluntad sino la de aquel que le había enviado. “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: “Aquí estoy”. Ese es el camino: la misericordia entrañable. La ternura de Dios al servicio de las heridas del hombre. “Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”, que no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mt 9, 12-13). Así viven los apóstoles de Cristo, los amigos de su corazón. Gracias por todo, Ruben: “tú eres sacerdote eterno”. Que el amor y la misericordia de Dios estén siempre contigo.