El caso es que el pueblo de Israel había sido mimado por el Señor, y se terminaron creyendo que eran los únicos capaces de dirigirse a Dios. Había sido el pueblo elegido, cierto, pero sólo como prototipo de lo que Dios quería hacer con toda la humanidad. Dios no es Dios de pocos, es Dios de todos. No es un Dios nacional, no hace patria, no habla un sólo idioma, no es extranjero en casa de nadie, no sabe relacionarse sólo con unos pocos, lo que sí hace el candidato político con los de su cuerda. Es la talla única que entra por la cabeza de todos y embellece las diferentes personalidades. No sabe dejar a nadie afuera, no hace corrillos, no se burla de quien es de otra manera. Los judíos no podían imaginarse una vida sin su templo, sin su lengua, sin su patria. Pobres. Cuando les tocó marcharse lejos de su hogar santo, al destierro de Babilonia, cayeron en la cuenta de que sólo Dios habría de bastarles, en Sión o en Sebastopol, daba igual la tierra que pisaran, porque el lugar propio de cada uno es la persona a quien le he regalado mi corazón. Lejos de la patria que les vio nacer, los judíos aprendieron a tener su propia tierra en Dios, un Dios enamorado de sus criaturas.

A los judíos les pasaba otro tanto con la familia. Estaban orgullosos de sus genealogías y de sus tribus, nada de emparentar con los ajenos, que su linaje era linaje azul, nada de las razas de más allá de la tierra que manaba leche y miel, sólo su carne era la carne bendita de Yahvé. Eran ellos los elegidos, sólo ellos, la familia de los circuncidados. Así puede explicarse el escándalo mayúsculo que supuso oír de labios de Jesús frases tan desconcertantes como “no creáis que basta con decir en vuestro interior: “Tenemos por padre a Abraham»; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham”. O que las prostitutas precederán a los fariseos en el Reino de los Cielos. Para el Señor formar parte de una familia no es condición de santidad.

En el Evangelio de hoy, el Señor se dirige a su Madre como quien se siente orgulloso de saber que alguien por fin le ha entendido. Ella es la santa, la santísima madre del Señor, la seguidora del plan de Dios. La disposición de la Virgen ante Dios le hace adquirir un lugar preeminente, infinitamente mayor del que se obtiene por la mera carne y sangre. La descendencia de la Madre no serán los hijos del parto, sino los del bautismo. Ella ha escuchado la palabra del Altísimo y la ha puesto por obra. Me siguen produciendo una tierna compasión aquellos que para hablar de su fe se remontan a la propia genealogía: verá, padre, mi abuelo fue monaguillo de un obispo de Toledo, tengo una tía monja que fue abadesa de un convento, tengo en mi familia un mártir a quien tenemos mucha devoción… La fe no se transmite por descendencia, sino por contagio amoroso.

Ha quedado inaugurada desde Cristo una nueva patria y una nueva familia. A los que de allí vienen se les reconoce porque no se parecen entre sí, ninguno es igual a otro. Cada uno lleva en sus labios y sus hechos una manera diferente de mostrar a Dios. Son hijos de un amor creativo, siempre nuevo, imposible de duplicar. María es su madre.