No sé si te has parado a pensar alguna vez que un tercio de tu tiempo lo dedicas a estar ausente de la vida activa, a dormir. Piénsalo, es mucho tiempo, no estamos hablando de un 2%. Me refiero al dato estremecedor de que si vives 90 años te pasas 30 años llevando una vida inconsciente, con todo el cotillón de surrealismo e irracionalidad que conlleva. Es evidente que el sueño es trascendental para la memoria, para el reposo de la actividad y para el bienestar general, pero los expertos en neurociencia aún no se explican el por qué de esa necesidad imperiosa de dormir.

Cuando un cristiano reflexiona estas cifras advierte que, al venir así, de fabrica, significa que hemos salido de las manos de un Dios al que exprimir al máximo el tiempo no le supone ninguna prioridad. Toda esas urgencias de hacer un millón de cosas, poder exigirnos más y más, llegar a mucha más gente y no al corrillo de los posibles, escatimar horas de sueño para dedicarse a más labores, no forma parte de nuestro diseño original. Las citas de la Sagrada Escritura a este respecto se cuentan por docenas: el Señor vive 30 años a la sombra del silencio y de la normalidad. “Dios da el pan a sus amigos mientras duermen”, recita el salmo. “Un día es como mil años y mil años como un día”, dice el apóstol, como sugiriendo que para el Señor sólo un día le vale, un día lo es todo. En un minuto, un ladrón asaltó el Cielo desde una cruz, y por un gesto de generosidad una prostituta entró de lleno en la vida de santidad.

Y no es que el sueño sea un tiempo muerto entre dos actividades importantes, es que dormir es echar unas horas de oración y de servicio, aunque pienses que exagero. Los sacerdotes decimos unas bellísimas palabras antes de irnos a dormir, “gracias, Señor, por convertir nuestro sueño en una humilde alabanza”. La imagen más poderosa es la del Evangelio de hoy: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola”. Porque el hombre no se salva por sus esfuerzos, sino por la confianza que ha depositado en su Señor.

Hace unos años lo dijo bellísimamente Joseph Ratzinger (ojo que te texto puede hacer cambiar de vida a más de un lector atento): “Hay muchos hombres que no quieren recibir don alguno de parte de Dios. Quieren tener todo en orden: no el perdón, sino una justa recompensa, no esperanza sino seguridad. Con un duro rigorismo de ejercicios religiosos, con oraciones y actos, quieren procurarse un derecho a la felicidad en el Cielo. Les falta la humildad esencial para el amor, la humildad de poder recibir dones mas allá de nuestro actuar y merecer”.

Ponerse a tiro para dejar hacer a Dios. Como dice un amigo psiquiatra, hacer lo que uno pueda y hasta donde uno pueda, lo demás es construcción narcisista.