Qué mala es la angustia, y qué secos deja el alma y los huesos. He leído hace poco un espléndido relato breve de Loorie Moore, una escritora neoyorquina contemporánea, en el que hace acopio de mucha sabiduría para expresar la angustia del enfermo, “su cuerpo pasó de ser un hogar a ser una casa, a ser una cabina de teléfonos. Ya no se sentía en absoluto alojada dentro de él. Los sanos, los que se encontraban bien, eran incapaces de recordar que se habían sentido de otra manera. No sólo estaban fuera del ámbito de la compasión, estaban fuera del ámbito de la simple imaginación”. Es verdad, qué poco comprende el sano al enfermo. No es tanto por el dolor en sí, sino por la angustia que se abre en canal dentro de quien sufre, al sentirse desplazado del universo de  aquellos que ríen.

Hay mucha angustia provocada por la imaginación, esto lo sabemos muy bien. Si quieres pasar una noche de sudores fríos dile a tu cabeza que se obsesione por el cadáver que duerme bajo tu cama, ya veras cómo lo pasas tan ricamente. Como la cabeza es capaz de traer a este mundo los peores horrores, suelo aconsejar a mucha gente que vivan de cuello para abajo, que dejen en paz a la cabeza con sus propias creaciones. Lo malo es que a medida que uno va haciéndose mayor, se va convirtiendo en una criatura alborotada, desconfiada, temerosa, y la cabeza se transforma en un aliado de penurias. Ya digo, con la edad, más confianza en el Señor y menos elaboración propia.

Hoy en el Evangelio, vemos a los discípulos sufriendo una angustia razonable, muy razonable diría yo. El barco se les va a pique y el Señor va con ellos, como desapercibido de cuanto sucede a su alrededor. O se hace el dormido o verdaderamente duerme, cosa aún más insólita por el permanente bamboleo. Lo despertaron muertos de miedo, y con razón, insisto, con toda la razón. El hombre se imagina que su horizonte está delimitado por sus propias instrucciones y fuerzas y, si ya no puede más, entonces hay que despertar a Dios para que resuelva la propia escasez con un milagro. Cuando el Señor se incorpora no les reprocha su falta de pericia, porque seguro que hicieron lo imposible, sino su falta de fe. Ninguno de los doce cayó en la cuenta que desde el principio iban con Él. La conciencia de la mera presencia del Maestro, les hubiera desalojado de su angustia. ¿Que vienen lluvias?, está Él; ¿que se embravece el mar?, no estamos solos; ¿que de repente aparece un cáncer a mis cuarenta años?, tú, que sabes de clavos, sabrás ayudarme a no desmoronarme.

La angustia no tiene remedio humano, sino sobrenatural. Es el Señor quien pone calma en todo cuanto pueda producir el ser humano con su imaginación o puede llegarle de fuera. Nunca estamos solos, la soledad es sólo ficción.