Confundimos a veces la autoridad con el mal humor y la irresponsabilidad docente, así, como suena, “Carlitos, deja de hacerte el gracioso y mira de una vez al frente, me tienes agotado, eres la rémora de la clase entera, ¿lo sabes?”. El Señor enseñaba con autoridad, una autoridad inusual para los judíos, así lo dice el evangelista dos veces en la lectura de este domingo. No es que fuera mejor orador que los escribas y los fariseos, hay gente que habla maravillosamente, pero sólo para venderte un par de botas de ante. En televisión tenemos muchos ejemplos de ejemplaridad oratoria. Hay presentadores que se ganan al espectador por su permanente vis cómica, ponles nombre, que hay muchos. Los hay que resultan más creíbles ante la cámara que otros, por su forma de narrar las noticias, es como si creyeran punto por punto cuanto dicen, y además les preocupara. El Señor era otra cosa. El Señor no provocaba emociones, ni sólo quería hacer pensar a las concurrencias. Conozco a muchos contadores de historias capaces de conmover con su relato y además obligarte a guardar tres puntos para la reflexión personal. Seguro que los conocéis bien, andan en mil foros y páginas de internet. Pero ya digo, el Señor era otra cosa…

Los testigos de Cristo se admiraban de Él porque su autoridad provenía de sí mismo, le nacía de las entrañas, provocaba milagros reales con su voz, sabía lo que hay en el corazón de cada palestino que le miraba a los ojos. La suya no era una cuestión de estrategia de campaña, la novedad afectaba a su persona. Él mismo era el dedo de Dios que a todos iba señalando con dulzura, despertando sus cualidades, interrogantes, poniendo sobre las mesas de las casas sus carencias. Su autoridad era la plenitud que tanto anhelaban quienes le oían.

Más allá del discurso, la palabra de Cristo no era una propuesta mágica, era una acción divina. Esto lo entendemos muy bien los sacerdotes cuando llega el momento de consagrar el pan y el vino. Invitamos con nuestro silencio elocuente a la asamblea, a que vayan guardando aún más silencio, porque la autoridad de Cristo está a punto de suceder.Tomad y comed…”, sin carnes de gallina en la nave central ni conmociones en masa. Unas palabras parecidas a las que pronunciara Dios al inicio de la creación, “y creó Dios la luna y las estrellas, y vio que era bueno”. Y de un pan insípido, nace la carne de Dios. La autoridad del sacerdote es autoridad prestada, quizá no tenga mucha labia, y coincida que esa mañana tiene un dolor de estómago por el que no ha conseguido dormir. Pero el Señor se hace presente, obediente a las palabras de un hombre… Sobrecoge pensar que Dios está pendiente de los labios de un sacerdote para dejarse ver. Es tanta la debilidad de Dios, que quiere hacerse depender de la iniciativa de un ser humano al que le presta su autoridad. Esto lo señalo aquí, para que hoy estéis más atentos al instante del gran milagro de la misa.

Sería bonito que le dijéramos al Señor con más frecuencia que se sirviera de su autoridad para poner paz en nuestras conciencias alborotadas, “Señor, te autorizo a que vengas, instrúyeme en lo que debo pensar y a quién dirigir mi energía”.