“En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos”. Este envío no deja de producirse en la vida de la Iglesia. No sólo “en aquel tiempo” ¡hoy, Jesús sigue enviando a los hijos de la Iglesia a anunciar al mundo la buena noticia del Evangelio, que la redención ya se ha realizado en Jesucristo, que nos abre de par en par las puertas del cielo, de la intimidad de la vida divina, para hacernos partícipes de su gloria. Es él quien envía, es Él a quien anunciamos, es Él quien nos indica el como: “un bastón y nada más, ni pan, ni alforja, ni dinero suelto”.

Nos envía, particularmente hoy con urgencia. Con una urgencia que brota del amor de Cristo. “La caridad de Cristo nos urge” (2 Cor 5, 14). Es la participación en la caridad de Cristo – no la nuestra – la que nos urge. Por eso depende tanto la audacia apostólica de la vida interior, de nuestro trato personal con el Señor. San Juan Pablo II les decía a los jóvenes de Buenos Aires “Me habéis preguntado cual es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste; pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios y hasta niega su existencia. Una humanidad sin Padre, y, por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, preparando así su propia destrucción y aniquilamiento. Por eso, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor” (11 – VI – 1987). Hablar de Dios a los hombres para acercarlos a El. “Predicar a tiempo y a destiempo (cfr. 2 Tim 4,2) ¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero. Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo” (San Agustín, Sermón obre los pastores).

Contaba un filósofo converso del budismo: si un hombre cae en un hoyo, del que no puede salir, y se lo encontrara Confucio se limitaría a decirle que asumiera la consecuencia de sus actos, que fue un torpe; si fuera Buda le daría muchos consejos para que aprenda a vivir con su desgracia y a tener paciencia. Si Cristo se lo encontrara no le diría nada ¡y le sacaría del hoyo! Esta es la diferencia. Y ahora el Señor, nos pregunta sobre nuestra disposición: ¿Nos importan las personas, empezando las que tenemos a nuestro lado?, ¿sabemos mirar más allá de nosotros? ¿amamos de verdad al mundo? Si es así, tú y yo ¿qué estamos dispuesto a hacer?

Para cambiar el mundo, hay que cambiar el corazón. Y esto sólo es el resultado de la unión con Dios. “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Encíclica “Deus cáritas est”, 1). Tenemos que hablar de Dios, para que oigan y se conviertan y, así, se salven. Es preciso invitar, hablar, porque la fe viene por la predicación: “¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? … Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 14b.17).

María, Reina de los apóstoles, ponga en nuestro corazón la urgencia y audacia de anunciar al mundo la salvación que su Hijo ha traído