Al principio, Dios lo creó todo a su imagen y semejanza, hombre y mujer lo creó, y vio que era bueno… ¡buenísimo! Y cuando todo era tan bello, tan armonioso, apetecible y amoroso… llegó la envidia del diablo y lo fastidió todo. Como cuando tu hermano levantaba un castillo de naipes brutal, y no podías resistir sus innatas cualidades arquitectónicas que te recomían por dentro: sólo podías destrozar su obra de un manotazo (como el que acto seguido te llevabas tú).

Dicen que somos la envidia de los ángeles por cómo nos ama Dios, que llegó a encarnarse para salvarnos. Si ellos son espíritus puros y tienen envidia de la sana, ¡cómo será de corrosiva la envidia del que se disfrazó de serpiente!

Las artimañas de la envidia para corroerlo todo pintan personajes al estilo de Angela Channig, que llenan los muchos culebrones a los que millones de personas están aficionados (nota: para mi el purgatorio sería estar viendo esas telenovelas).

El envidioso quiere ganar, y utiliza los medios que sean necesarios, cuya herramienta clave es la mentira: “seréis como Dios”. He aquí la patraña que compraron Eva y Adán (por ese orden).

Y entonces, se rompieron: la luz divina dejó de brillar en sus ojos; la transparencia de sus pensamientos entre el uno y el otro se volvieron opacos; se marchitó el fruto de la vida que había puesto Dios en sus corazones.

¡Era todo muy bueno! ¡”Ideal de la muerte”, que dirían algunos! Si lo tenemos todo, ¿por qué parece que nos falta algo? Ese vacío es el pecado. Parece algo, pero es un hueco, un agujero negro que nos quiere invadir completamente, arrancarnos la vida. La tentación que precede a la caída es una atracción vacía. Fuerte, intensa, poderosa… pero vacía. “Vacío” fue la conclusión del primer pecado: Adán y Eva se quedaron vacíos. Antes estaban llenos de amor de Dios, amor entre ellos, amor a todo lo creado. El pecado les quita todo eso.

¡Señor, desenmascara el pecado en mi vida!