El domingo pasado, el presente y el próximo encontramos en el evangelio de San Marcos varios episodios de curación.

El pobre leproso protagonista de la escena de hoy se acerca humildemente al Maestro: “Si quieres, puedes limpiarme”. Un atrevimiento acercarse tanto, si tenemos en cuenta el contenido de la primera lectura: describe el origen del «apartheid» de los leprosos en el pueblo judío. Tengo en la retina las escenas que al respecto aparecen en Ben-Hur, una mítica película que no he logrado ver de un tirón en mi vida.

La figura de Cristo como Médico se antoja de especial actualidad, teniendo en cuenta que llevamos un año pidiéndole que nos libre del dichoso coronavirus. No cejemos en esa constante oración por una intención tan necesaria, dada la crítica situación en que está el mundo. En la página web de la parroquia, una de las secciones más visitadas es la de oraciones en tiempo de pandemia. Hemos de tomarnos muy en serio esta petición. Por cierto: uno de los efectos colaterales será la disolución del matrimonio que hemos contraído con la mascarilla.

Las curaciones de enfermedades del cuerpo, aunque espectaculares, no son el objetivo último de los milagros. De ser así, Cristo habría fundado una consulta hospitalaria, no la Iglesia. La acertada expresión del Papa Francisco de “la Iglesia como un hospital de campaña de la misericordia”, desentraña el sentido profundo de la acción sanadora del Médico del mundo: la curación de la peor pandemia de todas, el pecado.

De hecho, esta pandemia es peor que el coronavirus porque permanecerá en el tiempo; su transmisión es al 100 % de la población; no hay zonas seguras donde no afecte. Por último, lo más importante: sólo existe una única dosis de la vacuna que nos cura. La tiene el Médico del mundo: es su Corazón misericordioso, o compasivo, como anota hoy el evangelio.

Hace dos mil años, esa única dosis de la vacuna, encarnada por obra del Espíritu Santo, subió a lo alto del monte, y arriba del estandarte de la cruz, fue rota por los clavos y la lanza para que, abierta de par en par, fuera rociada sobre la humanidad entera.

La vacuna única sigue rociándose y teniendo su efecto a través de los sacramentos, mediante los cuales la gracia sanadora de aquella primera y única dosis llega todos los que desean recibirla, de modo simultáneo, no empezando por unos o por otros.

De modo eminente, en la eucaristía, somos rociados por la sangre de Cristo para el perdón de nuestros pecados. Por eso, en la liturgia, entramos por la misma puerta por la que entró aquel leproso: “Si quieres, puedes limpiarme”. ¡Señor, ten piedad! ¡Cristo, ten piedad! ¡Señor, ten piedad!