DOMINGO 21 DE FEBRERO DE 2021

(PRIMER DOMINGO DE CUARESMA CICLO B)

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,12-15):

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

La llamada al desierto

La Palabra de Dios que acabamos de proclamar os habla de la conciencia:

El libro del Génesis nos habla de un pacto tan extraño hoy como entonces, hace muchos miles de años. Un pacto en el que sólo una parte se compromete: Dios se compromete con el hombre. Lo amará siempre.

El salmo 24 nos descubre la sabiduría del salmista. Sabe que al formular al Eterno Padre su petición de que se acuerde del pacto unilateral de su misericordia, lo que procura es no olvidarse él de esa misericordia gratuita y desbordante. Y de paso, no olvidar tampoco de pedirle siempre al Señor la luz para caminar con rectitud, para recorrer el camino que sólo pueden encontrar los humildes.

En la primera carta de Pedro encontramos una expresión maravillosa para comprender el gran favor que se nos otorgó cuando recibimos el bautismo: “impetrar de Dios una conciencia pura”:

Impetrar es un verbo interesante. Significa no sólo pedir, sino haber recibido una gracia pedida con ahínco. Algunos dicen “conseguido”. Pero no es exacto. Porque las gracias nunca se consiguen –dejarían de ser gracias, dones gratuitos de Dios- sino que, tras ser suplicadas y esperadas, se reciben, se acogen, y se agradecen.

Una conciencia pura. Que es el cénit de la sabiduría. No es lo mismo conocer que tomar conciencia. Y una conciencia pura es una conciencia sin mancha de excusas y justificaciones, ya sean acomodaticias o ideológicas. Una conciencia pura es mucho más importante aún que una conciencia recta. Porque la conciencia pura, además de un don de Dios, requiere del concurso de la bondad y de la humildad humanas.

Y en Evangelio de Marcos nos describe casi telegráficamente la experiencia de Jesús en el desierto: cuarenta días a la intemperie de las tentaciones del maligno. Sin caer en ellas, pero haciéndose uno con el hombre tentado:

  • Tentado a no confiar en el pacto unilateral de la misericordia de Dios,
  • Tentado a recorrer el camino de la vida despreciando su sabiduría,
  • Tentado a no pedirle nada, a no confiarle nada, a no esperar nada de él.

En definitiva, tentado a bastarse a si mismo, a no necesitar ni de Dios ni de los demás, a ser autosuficiente.

El desierto es el signo por antonomasia de la bendita fragilidad humana. En el desierto no hay más remedio que encontrarse a si mismo y que salir de si mismo:

  • Encontrarte a ti mismo porque no hay distracciones ni evasiones, sólo el horizonte, bajo el sol abrazador o bajo la oscuridad más pavorosa.
  • Salir de ti mismo porque no puedes dejar de reconocer tu indigencia, tu dependencia, tu pobreza. En el desierto o hay Dios o no hay nada.

Querido amigo: tú que estas aquí, en la Iglesia, te propongo una locura: hazte un desierto en esta cuaresma.

  • Háztelo con imaginación, pero háztelo de verdad, de corazón.
  • Prescinde de todo ruido, también del que hay dentro de ti.
  • Haz vacío a tu alrededor.
  • Experimenta la libertad del desierto, de no necesitar de nada, de estar contigo mismo, y mira al cielo, de día luminoso, de noche tenebroso,
  • Y clama a Dios. Grita a Dios. Llora a Dios. Déjate mirar por él, deja que su amor caiga sobre ti como una tormenta desatada, empápate de su gracia. Deja que penetre hasta el fondo de tu ser, que limpie todas tus heridas.

Todo en tu vida se irá recomponiendo. Todo esta bien, dirás. Todo está bien. Y llorarás de alegría.

Luego, por favor, no te quedes en ese desierto interior. Por muy bien que se esté. Habiendo conquistado una pizquita de libertad, ven al desierto donde el maligno campa a sus anchas, y lucha por la libertad de tus hermanos, no sólo, sino con la comunidad, en cordada: no con los que buscan una “Iglesia estufa” para decir que el mundo esta muy mal y encerrarse en casa cómodamente, sino con los que construyen junto al Papa Francisco una “Iglesia en salida” que comparte la intemperie del afligido ,del que esta solo, del rechazado y del abandonado.

En proceso de beatificación, una joven tridentina, allá por los años cuarenta del siglo pasado, quedó deslumbrada cuando un sacerdote la dijo: “Dios la ama inmensamente”. Al comenzar los bombardeos de la segunda guerra mundial, Chiara, así se llamaba, acompañó a sus padres a las montañas, pero tras la primera noche llorando bajo el cielo estrellado, cargo su mochila sobre los hombros de su madre, y bajo a la ciudad para estar con las víctimas de los bombardeos. Empezó a acoger a una madre que había visto morir bajo los escombros a todos sus hijos.

Así comenzó Chiara Lubich a desencadenar una inundación de amor y de unidad que ha cambiado a millones de personas de todas las naciones, culturas y religiones. Su vida se resumió en un deseo: “quisiera dar testimonio ante el mundo de que Jesús abandonado, ha llenado todo vacío, ha iluminado toda tiniebla, ha acompañado toda soledad, ha anulado todo dolor, ha borrado todo pecado”.