La parábola de los viñadores homicidas nos muestra el amor extremo de Dios. Leyéndola con calma descubrimos toda la historia de la humanidad y cómo Dios ha ido cuidando de nosotros movido únicamente por su amor. La viña, que es imagen del pueblo de Israel, también nos simboliza a todos nosotros en cuanto beneficiarios y administradores de los dones de Dios. Dios, que creó todo por amor, lo cuida todo con amor. Es el misterio de su providencia.

El texto del Evangelio muestra cómo ese amor de Dios no es correspondido por los hombres. Pero, como sucede siempre en el obrar de Dios, la realidad supera la ficción. Se nos dice en el Evangelio que el amo envía a su propio hijo esperando que a él sí lo escuchen. La lógica humana se rebela contra esa decisión. ¿Quién, en su sano juicio, enviaría a su hijo a negociar con unos viñadores que han maltratado y asesinado a sus predecesores? Nadie, excepto Dios. Porque Jesús vino a la misma ciudad, Jerusalén, que asesinaba a los profetas. Y no lo hizo en un acto de imprudencia ni de ignorancia, sino plenamente consciente de que iba a entregar su vida por los hombres. Jesús vino a ser crucificado para, y aquí la realidad deja atrás la imagen de la parábola, redimir a sus asesinos con su sangre: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen, exclama desde la cruz. Como dijo san Juan María Vianney: “El Padre eterno, para desarmar su propia justicia, ha dado a su Hijo un Corazón demasiado bueno”.

Nos equivocaríamos si nos quedáramos en una lectura puramente histórica de los textos. Nosotros seguimos siendo los arrendatarios del campo que debemos dar fruto conforme al don que hemos recibido. Pero, además, sabemos que Jesús es la vid verdadera y que, si nos separamos de Él, nos volveremos infecundos.

Fácilmente olvidamos todo lo que Dios nos ha dado. ¿No es ese acaso el error de los viñadores homicidas de la parábola? Lo peor de su comportamiento es que dejan de reconocer al verdadero propietario. Entonces dejan de trabajar para otro y obran sólo para sí mismos.

En este Año Jubilar Josefino nos fijamos en el santo Patriarca. En él reconocemos que no se guardó nada para sí mismo. Una de sus características fue el desapego, precisamente para ser todo para Dios. En el camino de la Cuaresma le pedimos que nos ayude a reconocer todo lo bueno que Dios nos ha dado y a entender también el regalo de nuestra propia existencia para, como él, vivirla como un don de cara a Dios y al prójimo.