Comienza el evangelio de hoy diciendo: “Se acercaron a Jesús todos los publicanos y pecadores”. El que tiene necesidad de perdón se acerca sin miedo a Jesús, que infunde confianza porque es misericordioso. También nosotros, en esta Cuaresma queremos acercarnos a Jesús. Por otra parte, se nos dice también que “los fariseos y los escribas murmuraban”. Tenemos, pues, dos actitudes distintas que son como un comentario a la parábola que hoy encontramos en el evangelio: la del hijo que ha dilapidado la herencia lejos de casa, pero vuelve arrepentido; la del hermano mayor que se gloría de su trabajo, pero vive en la insatisfacción y rechaza el corazón del padre.

Aunque hayamos leído y meditado muchas veces esta parábola, no podemos dejar de medirnos con ella. Como pecadores que somos siempre caminamos en medio de dos peligros. Uno es la desesperación. El joven que ha acabado cuidando cerdos no cae en ella. Sabe que su padre, aunque el no sea digno de ello, le va a acoger como obrero en su casa. Ciertamente su percepción del corazón de su padre es muy pequeña. Lo mismo nos puede suceder a nosotros con Dios. Sabemos que es bueno y que nos ama. Pero su amor es mayor de lo que imaginamos. El cura de Ars decía que comparado nuestro pecado con la misericordia de Dios era como poner un granito de arena al lado de una montaña. Lo sabemos, pero a veces dudamos. La conciencia del mal realizado nos puede llevar a olvidar que Dios nos ama como hijos.

El otro peligro, simbolizado en el hermano mayor, es el de la soberbia y la autosuficiencia. Tal como lo dibuja la parábola es un personaje que nos llena de tristeza y en el que se descubre detrás de mucho esfuerzo y trabajo desasosiego y resentimiento. También de esa manera nos podemos perder el amor de Dios.

Por otra parte, entre las ricas enseñanzas de esta parábola que merece ser degustada pausadamente por cada uno en la oración, señalo otra. El Padre quería que ambos hermanos participaran de la fiesta. Uno porque había sido reintegrado a la familia con toda su dignidad, el otro porque su hermano se había salvado. Es posible que, alguna vez al confesarnos, hayamos experimentado un gran gozo interior por el perdón de los pecados y por la certeza del amor que Dios nos tiene. También hemos e alegrarnos por el bien espiritual de los que nos rodean. En la parábola el nexo entre ambos es el Padre. Sabernos hijos suyos nos lleva a reconocer un hermano en el prójimo y también, de alguna manera, a unirnos a la solicitud de Dios por ellos.

Pidamos la intercesión de san José, que reflejó en su dedicación a María y a Jesús, el amor de Dios Padre.