Miércoles 10-3-2021, III de Cuaresma (Mt 5,17-19)

“No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas”. Cuántas veces hemos podido oír que Jesús se opuso a la religión e instituciones del judaísmo. Que el Padre de Jesús tiene poco que ver con el Dios del Antiguo Testamento, como si el Padre bueno de la misericordia viniera a sustituir al Dios terrible del castigo. Parece como si el Antiguo y el Nuevo Testamento se opusieran entre sí, de modo que con la llegada de Cristo todo el Antiguo Testamento quedaría abolido. Es más, mucha gente se pregunta: ¿Y para qué se lee el Antiguo Testamento en Misa? ¿De qué me sirve a mí si no lo entiendo? Como acabamos de escuchar a Jesús, esto es rotundamente falso. Es más, es una herejía que no tiene nada de moderna, avanzada ni progresista, porque se remonta al siglo II de nuestra era: el marcionismo. Desde aquel entonces, siempre ha existido la tentación en la Iglesia de olvidarnos de la Ley y los Profetas, lo que significa, en el fondo, construir una religión a nuestra medida. Porque nunca debemos olvidar que a Cristo sólo se le entiende desde la historia de Dios con la humanidad, especialmente la historia de Dios con su pueblo elegido, Israel. En palabras de san Jerónimo: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.

“No he venido a abolir, sino a dar plenitud”. ¿Y cuál es esa plenitud que ha venido a traer Cristo? Podríamos pensar que se trata de una doctrina nueva, de una serie de ideas que vienen a completar el conocimiento religioso de la humanidad. O quizá se trata de un nuevo ideal ético, de un modo de comportarse más elevado y sublime. Pero si leemos con atención la Biblia, Jesús no enseña nada que no estuviera ya –de algún modo– en el Antiguo Testamento. Entonces… ¿cuál es esa plenitud? Sencillamente, Él mismo. En Él, todas las ideas religiosas, todos los ideales éticos, todas las doctrinas, se hacen carne y sangre. Jesucristo no añade nada, sino que se añade a sí mismo: “Yo soy”. Y, por eso, lo añade todo. De aquí deriva el nombre que nos identifica: “cristianos” quiere decir “de Cristo”. Por eso, ser cristiano no significa ante todo pensar de una manera o comportarse de un determinado modo, sino ser de Cristo. Así lo expresa magistralmente Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).

“El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes… Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”. Entonces, si ser cristiano significa seguir a Cristo, se entiende el porqué de esta exigencia de Jesús en las cosas pequeñas. No se trata de cumplir una serie de normas o ser más o menos bueno… se trata de seguir a Jesús hasta el final, radicalmente, sin medias tintas. No podemos conformarnos con asemejarnos un poco a Cristo, como un cuadro pintado con brocha gorda. El Señor nos quiere pintores de pincel fino, que le imitemos hasta en los más pequeños detalles de nuestro día. Por eso, cuidar las cosas pequeñas es, sencillamente, ser cristiano hasta las últimas consecuencias.