No he podido resistirme a titular esta breve reflexión, este comentario, con las palabras  que brotaban de mi corazón al escuchar en esta mañana el texto que la liturgia de hoy nos propone. En este lunes, sabiendo lo grises que muchas veces nos amanecen los lunes, las palabras del profeta Isaías nos llenan el pecho de esperanza y de optimismo. Sólo con escuchar las promesas de Dios, parece que uno puede afrontar el día de otra manera, con otro rostro, con otras perspectivas.

Dios parece el enamorado que colma de promesas a la enamorada, el Romeo que colma de promesas a Julieta, Dios parece estar prometiendo la luna y las estrellas como haría cualquier amante, sin embargo en Dios las promesas no son la poesía del corazón exaltado, o no son las ansias de conseguir lo deseado, no, en Dios las promesas son las realidades, las promesas se cumplen, porque Dios tiene palabra, porque Dios cumple.

A nosotros nos parece mentira que Dios sea capaz de cumplir su palabra, porque nosotros estamos hechos de retales, de promesas incumplidas, proyectos que no pudimos llevar adelante, promesas que no cumplimos, palabras rotas, tiempos desperdiciados, prioridades equivocadas… por eso que Dios cumpla sus promesas nos parece alucinante.

Y en el Evangelio de hoy, una vez más Jesús cumple lo que promete, en el llanto y el dolor por el hijo enfermo, la palabra sanadora de Jesús cura al niño sin si quiera verlo, la palabra sanadora de Jesús convence al padre de la curación también sin verla, muchas veces me pregunto que le dirían los ojos de Jesús a ese padre desesperado por la enfermedad de su hijo, qué paz y confianza transmitiría su persona para quedar el padre convencido de la curación, que suerte la de aquel hombre que pudo experimentar en su vida que Dios cumple sus promesas, que Dios cumple su palabra.

Y como me gustaría a mi poder leer mis días como promesas cumplidas de Dios, poder vivir como si todo dependiera de mí, sabiendo que, en realidad, todo de pende de Dios.