El Hijo de Dios es vendido por 30 monedas de plata… que debía ser mucho dinero, más del que Judas podía aspirar a robar de la bolsa común en un buen periodo de tiempo, pero que, al lado del Señor y de cualquier vida humana es ridículo. No hay precio para calcular la redención y del precio apenas sabemos que es infinito e inasumible para nosotros.
El traidor maquina su plan, pero, afortunadamente, hay otros once que son fieles y quieren estar con Jesús en un día tan importante. Y le obedecen, le preparan la Pascua y se sientan junto a Él. Aparece la angustia de que uno le entregará y le creen, no son presuntuosos, todos y cada uno pregunta si será él y no el de al lado… pareciera que son conscientes de su fragilidad. El Señor ahorra a los once fieles la angustia de pensar que pueden ser los traidores y confirma que es Judas, cuya fama entre ellos ya estaba en entredicho. Pero, fijaos, no se rebelan contra él, no le excluyen, es como si confiaran en que si Jesús no le había expulsado del grupo es porque había esperanzas de cambio en Judas. Intentan no llevar el ritmo de los acontecimientos, que sea el Maestro quien lo haga. Apenas Pedro se revolverá presuntuoso un poco más adelante con el lavatorio y la negación de las negaciones. Pero se dejan hacer por el Señor permanentemente. Incluso, cuando tras el canto del gallo las lágrimas aparecen, es el arrepentimiento el que brota del corazón amoroso de los apóstoles, encarnado en Pedro, pero no la desesperación.
¿A dónde vamos con esto? A dos cosas principales: a que hemos de seguir confiando plenamente en que el Señor anda tras todo esto que estamos viviendo y que, aunque a veces nos revolvamos, debemos pedir ese corazón noble de san Pedro, que rectifica y llora lo que haga falta, pero que está decidido a amar a su Maestro. Puede surgir en nosotros la tentación del desánimo, la irritación del carácter, los malos pensamientos respecto al de al lado. ¡Mil cosas que aumentan sobremanera por el encierro! Pero debemos volver al orden propio de las cosas permanentemente y aprovechar este encierro para domar nuestro carácter un poquito más. Incluso, ya que, bajo el mismo techo todo el día, es más complicado evitar a las personas con las que rozamos, deberíamos aprovechar para hablar las cosas con la empatía propia de quien sabe que todos estamos pasando por lo mismo. Esto no arregla las cosas, pero sí ayuda. Contemplar la Pasión haciendo un ejercicio de empatía con los apóstoles ayuda mucho. Os animo a que, en este apretón de oración que debemos pegar en Semana Santa, podáis enfocarlo desde la vida de estos hombres maravillosos. Porque lo son: ¿acaso no hubiéramos negado a Jesús probablemente nosotros también sabiendo que nos hubieran matado? ¡Qué fácil es decir que hubiéramos dado la cara! Pero, lo cierto, es que luego, en cosas mucho más fáciles de realizar como no criticar o no traicionar en pequeñas cosas a nuestros prójimos somos incapaces de hacerlo. Y eso que nosotros ya hemos recibido en plenitud el Espíritu Santo, como para asegurar que nos hubiéramos dejado matar por decir que somos discípulos de Jesús en aquellas circunstancias. De hecho, los mártires lo son por una efusión muy especial de la gracia del Espíritu Santo, que actúa sobre esa determinación de amar a Dios sobre todas las cosas.
¡Qué difícil hubiera sido estar donde Pedro en ese momento de las negaciones! Pero, lo cierto es que, cuando tuvo el Espíritu en plenitud, al final de sus días, murió mártir por negarse a negar al Señor. ¡Ése es nuestro Pedro y no el de las negaciones!, podríamos pensar. Pues no: nuestro Pedro es el que se levanta siempre que cae y es preparado por el Señor para entregar su vida cuando Él quiera.
La segunda cosa viene dada de mirar a Judas, a quien más le valdría no haber nacido, como dice Jesús. Y en Judas observaremos el camino inverso a Pedro: es incapaz de asumir su pecado de traición cuando se da cuenta de la magnitud que tiene su mala acción. Y, en lugar de proyectarse hacia el arrepentimiento, se entrega, instigado por Satanás a la desesperación.
El caso es que nosotros debemos escoger entre Pedro y Judas como caminos paradigmáticos del cristiano: el que se cae y levanta o el que se cae y se hunde. Obviamente hemos de ser como el primero. Pero, para ello, tenemos que renunciar a mirar a los demás y buscarles defectos, hemos de empatizar con ellos, hemos de aceptar que tenemos grandes defectos que también tienen que sufrir los demás, tantas veces de modo silencioso. Y pelear contra los pecados, sabiendo que no vamos a vencerlos sin llegar a la sangre, como dice san Pablo. Pero no a la sangre del hermano, sino la propia. No la sangre física, sino espiritual, esa que brota de la vida entregada, de la abnegación, del silencio ante lo que nos parece mal o regular, del pensar que es el otro el primero que tiene que acercarse a mí porque yo he hecho ya tal o cual o tengo una posición preeminente. No: el Señor lavó los pies del traidor y sólo con eso nos habría dicho ya todo a este respecto.
Hoy os propongo esta lectura de la Pasión haciendo especial hincapié en el ejercicio de empatía con Pedro y, por qué no, tratar de meternos en la diabólica mente de Judas, pues descubriremos, en grande, actitudes que nosotros podemos tener a pequeña escala. Esto es bueno para que veamos claros los dos caminos y nos animemos a soportar valientemente los defectos propios y los de los demás. Esto último es lo que hizo Jesús permanentemente. Él, hombre perfecto, único hombre perfecto, estaba rodeado de personas imperfectas. Pero les quería en su debilidad, les amaba pese a sus defectos porque veía potencia de bien en lugar de presencia de mal. Que los sentimientos de Cristo nos ayuden a vivir mejor esta Semana Santa.