La liturgia del Jueves Santo nos introduce en el triduo pascual, que culminará con la celebración de la resurrección del Señor, aquella sin la cual, como dice la Escritura, vana es nuestra fe. Y se nos introduce desde una triple dimensión: el cumplimiento definitivo de la Pascua (la liberación de Egipto, es decir, de la esclavitud y del pecado); la Eucaristía (el modo que tiene Jesús de entregarse a nosotros cada día y ser alimento para nuestro camino al Cielo); y el sacerdocio (el ministerio de mediación que Cristo instituyó para repartir sus dones y su gracia, los sacramentos).

Se podría hablar años de cada una de estas dimensiones, pero, profundizando en las mismas, encontramos un gran elemento común que sostiene a las tres y, en definitiva, a toda vida cristiana: la humildad. La humildad de todo un Dios que se fija en la aflicción del pueblo y se abaja para liberarlo; la humildad de un Dios que, ya no sólo se encarna, sino toma forma de pan y vino para darse a nosotros; la humildad de todo un Dios que, para poder entregarse a los hombres, suplica de ellos una respuesta de amor, de libertad, a través del ‘sí’ que supone -o debería suponer- el ministerio sacerdotal.

En el lavatorio de pies que habitualmente hacemos en la liturgia de hoy recordamos a Jesús que, siendo el más grande, se pone en medio del grupo como el que sirve. Haciendo un mínimo ejercicio de empatía, debemos reconocer que es muy normal que los discípulos se quedaran perplejos ante la subversión que supone que el Maestro les lave los pies. Pero es que es ahí donde han de comprender: si Pedro y los demás quieren –queremos- seguir formando parte del grupo de íntimos del Señor, deberán aceptar el misterio de la entrega divina, de la humildad extrema, del sacrificio, que es lo que constituye el núcleo del cristianismo. Jesús viene a decir que sin humildad nadie puede seguirle. En este sentido, la humildad exige romper con la pretensión del hombre de que todo sea como él quiere. Antes bien, hemos de inclinarnos ante la majestad de Dios. Más aún, sobre todo ante su humildad.

Y para ello debemos comprender que la verdadera humildad no va de abajo arriba, sino de arriba abajo. No consiste en que el inferior reconozca la supremacía del superior, sino en que el superior sepa inclinarse con respeto ante la inferioridad del otro, percibiendo en él una dignidad misteriosa; llena de misterio como misterioso es el creador y padre de todo, también de los más pequeños: Dios. Es lo que hizo Dios al encarnarse y aquello que debemos hacer nosotros. Y Jesús, Dios que pasa como un hombre cualquiera, demuestra que es el mayor humilde de la historia. Se hace hombre con todas sus consecuencias. Es misericordia, pues es Dios que se abaja para abrazar la debilidad y la finitud del hombre.

Así entendemos el perdón como gran acto de humildad: un buscar, recoger y sanar a quien hemos herido en la dignidad que Dios le ha otorgado. O la empatía: abajarnos a la vida del otro, a sus sentimientos, y no poner nuestro ‘yo’ como un yugo sobre el otro. Por eso fue humilde Francisco de Asís: se inclinaba reverentemente ante los pobres y los leprosos: besaba sus llagas porque intuía en ellos un rastro del Señor, a Cristo que pasaba en ellos. El humilde es aquel que descubre que su propia grandeza le viene de la mano de Dios y que todo es don que poner al servicio de Su obra de salvación. Por eso María proclama la grandeza del Señor y subraya su pequeñez.

Aquí la figura de Judas, a quien Jesús lava los pies y entrega su cuerpo y su sangre, nos desenmascara a todos. ¿Acaso alguno está libre de cometer cualquier pecado? Humildad es reconocer que, sin la mano protectora de Dios, todo mal es posible, que si no caemos más y logramos perseverar es por pura misericordia. Nunca por méritos exclusivamente nuestros. Pero la humildad requiere un paso más: ponernos en manos del Señor y pedirle que jamás permita que nuestra traición diaria adquiera consistencia en nuestro interior. Dejar que Él nos modele, que nos lave los pies.

Pidamos al Señor la humildad de reconocerle como el único fundamento de nuestra existencia. Como único regazo seguro. Como única mano que jamás decepciona y que merece la pena. Sólo Dios basta. Pidamos la valentía de mirarle a los ojos con valentía y reconocer en ellos, aunque estén exhaustos por la Cruz, la llamada eterna de amor del Padre. Amor purificado, amor crucificado.