En el domingo de resurrección, los cristianos y el mundo entero lo sepa o no, celebramos el acontecimiento más importante de la historia: el Dios que se hizo hombre, pasando por uno de tantos, y murió, ha resucitado, superando todo límite concebible.
Pero nos encontramos con una gran dificultad: se supone que deberíamos estar eufóricos y no lo solemos estar al pensar en este hecho. Más allá de la gente que imposta las manifestaciones exteriores de fe, cosa que a mí me pone muy nervioso, lo cierto es que nos cuesta. Y más todavía encerrados en casa. Y es normal, primero porque la fe no es un sentimiento, pero, profundizando un poco, debemos reconocer que tenemos los ojos puestos en el hoy y sus quehaceres y nos falta visión de eternidad. Porque la resurrección de Jesús, sobre todo, nos habla de eternidad.
Estamos muy acostumbrados a ver al hombre desde su condición pecadora, pero la revelación nos ha mostrado también al hombre antes del pecado, Adán, y al hombre a cuya imagen somos, a Jesús resucitado. La de Jesús es una resurrección muy diferente a la de Lázaro o el hijo de la viuda de Naím, que resucitan para volver a morir. Cristo no. La resurrección de Jesús está orientada a la Eternidad y se muestra para nosotros: nos quiere mostrar el camino, una vez más.
Por eso, la resurrección del Señor debería llevarnos a una conversión profunda y no a un éxtasis pasajero: debería ayudarnos a ver el mundo con perspectiva de plenitud y eternidad, pero, sobre todo, a ver a los hombres en perspectiva de plenitud y eternidad. La resurrección nos dice claramente: aspira a los bienes de allá arriba, no mires al hombre en su muerte, míralo en la resurrección a la que está llamado. No te mires a ti mismo tampoco en tu muerte, en tu herida, sino contempla en ella la posibilidad de que el Señor te sane, te resucite, también en lo más doloroso de tu vida, y déjate curar.
Esta es la gran alegría de la resurrección, también para nuestra vida concreta: si decimos que la fe da sentido a nuestra vida, la resurrección da sentido a nuestra fe; Jesús nos ha sacado del abismo de la finitud; Jesús es el Señor de la historia, del tiempo y de nuestra vida. Ningún tirano lo es; Jesús nos ha dicho que siempre hay esperanza; que Él es más fuerte que el odio; nos ha conseguido que nuestros amores verdaderos sean eternos; resucitando nos ha asegurado que nuestras heridas, como sus llagas resucitadas, serán un signo de amor y no de dolor.
Jesús nos enseña que la muerte no es más que un trámite de paso, una transición, dolorosa y amarga, eso sí. Pero Jesús mismo dirá a los de Emaús: ¿no era preciso que el Mesías sufriera todo eso para entrar en su gloria? Así debemos ver nuestra vida y ojalá este sea un gran regalo de Pascua: ver el sufrimiento y el dolor en nuestra vida como cosas que no son centrales, sino purificaciones de amor. El dolor es temporal. Puede que dure un minuto, una hora, un día, un año, cinco. Pero Jesús nos ha prometido que, al final, desaparecerá. Incluso la muerte es temporal. Y ahí algo ocupará ese vacío que es el mal, que es la muerte. Dejemos que sea el amor de Dios el que ocupe ese lugar. No nos rindamos, que el dolor, el rencor y la muerte no marquen nuestras vidas. Eso no lo quiere el Señor. Dejemos que Jesús nos resucite. Esta es la verdadera alegría pascual.