Comentario Pastoral


VESTIDURAS BLANCAS

Este domingo blanco, llamado tradicionalmente «in albis», cierra el gozo y la alegría de la octava de Pascua. Pero el misterio insondable de vida y de resurrección se prolonga y actualiza durante toda la cincuentena pascual. Durante este ciclo litúrgico luminoso todos los bautizados profundizan en la teología de la resurrección, viviendo una experiencia íntima que posibilita reconocer a Cristo resucitado presente entre los hombres y manifestado de manera patente en el amor y la fidelidad. Será el testimonio de los creyentes el mejor anuncio y la prueba más clara de la resurrección.

En medio de tantas cerrazones y miedos Jesús se aparece y anuncia la paz que no tiene fronteras. El mundo de hoy necesita demostraciones incuestionables de la presencia del resucitado. Y la verdadera aparición de Cristo entre los hombres se realiza en la vida auténtica de los cristianos.

Los relatos de las apariciones no son cuentos fantasmales, sino testimonios de fe. Cristo entra estando las puertas cerradas, se pasea por las aguas, come con los discípulos, es decir, se aparece en lo común y en lo extraordinario, en la vida de cada día y en circunstancias especiales. ¿Dónde se debe aparecer Cristo resucitado hoy? En la calle, en el trabajo de la mañana, al final de una jornada de cansancios, en la normalidad de la vida doméstica, en el aguante de la enfermedad, en el desconcierto de las malas noticias, en la decepción del paro injusto, en la estrechez o en la abundancia económica, en todo momento.

Testificar en cristiano no es dar noticia, sino hacer presente un acontecimiento. Por eso el testimonio que hace presente la resurrección como promete siempre, supone novedad de vida y exige universalidad. Si la vivencia de la resurrección se queda dentro de casa, sin salir de la propia y concreta Jerusalén, pierde densidad, porque le falta el dinamismo misionero. La vida cristiana es siempre una superación de seguridades egoístas y defensivas. La fe pascual es siempre universal y dinámica.

Tomás, el apóstol fogoso e intrépido, que quiere comprobar táctilmente el misterio de la resurrección, abandona la negrura de sus dudas y de sus interrogantes cuando en un arranque de fe emocionada y sincera dice: «Señor mío, y Dios mío». Entonces se viste de blanco pascual, porque comprende que la verdad de fe no es experiencia física. A Tomás le costó creer en la resurrección porque le importaba mucho creer en ella.

La fe es abandonar los límites oscuros de nuestros propios pensamientos para emprender la aventura de una peregrinación mistérica, que nos hace pasar por los agujeros luminosos y pascuales de Cristo resucitado. Entonces sentiremos su gracia transformante y salvadora, que da pleno sentido a nuestra vida en el mundo y gozo a nuestra existencia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los Apóstoles 4, 32-35 Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24
san Juan 5, 1-6 san Juan 20, 19-31

 

de la Palabra a la Vida

El domingo siguiente, pero el mismo domingo. Así nos sitúa en el tiempo este relato evangélico de la aparición de Jesús resucitado a los discípulos reunidos en el cenáculo. El mismo domingo que María fue por la mañana y encontró la piedra del sepulcro corrida, y llamó a los discípulos para que entraran. El mismo domingo que los de Emaús se encontraron con un extraño en el que reconocieron al Maestro cuando partió el pan. Es en ese mismo domingo cuando, al caer la tarde, también ellos reconocen al Señor «estando cerradas las puertas». Sin duda, es Él mismo, lleva las señales de su pasión, y su cuerpo, porque es el suyo, ha sido transformado. Y a los ocho días, el siguiente domingo, «otra vez», aparece Jesús. La evidencia es tal que Tomás reconocerá: «Señor mío y Dios mío». Sus palabras, sus milagros, sus enseñanzas, su pasión incluso, alcanzan un punto culminante cuando Cristo aparece resucitado ante los suyos para ayudarles a creer. La fe en Cristo, para ser verdadera fe, ha de serlo también en el resucitado y comunicada por la Iglesia. De hecho, Juan eligió la fe como tema central de su evangelio. Todo el camino progresivo que se ha ido desarrollando ha llegado a un punto culminante: «Señor mío y Dios mío». Dios, por la revelación de Jesucristo, ha hecho al hombre capaz de reconocerlo, de confesarlo, de unirse a Él. No lo ha hecho sólo para los Doce, sino a partir de ellos para todos.

Así lo advierte Jesús en el versículo 29 del evangelio de hoy: Tomás ha creído en lo que veía, pero mayor dicha que la suya, mayor sorpresa y felicidad será la fe de los que no han visto. Juan dirige esta afirmación del Señor claramente hacia toda la Iglesia. La Iglesia, que ha permanecido en Juan al pie de la cruz, ahora recibe esta advertencia: «dichosos los que crean sin haber visto». Dichosos los que, no siendo testigos, como son los Doce, confiesen a Jesucristo muerto y resucitado. Los que lo confiesen, aun siendo de procedencias y costumbres distintas, estarán unidos fuertemente, no sólo a Él, sino necesariamente también entre ellos.

Es así, en torno a la fe en Jesús vivo, como se forman las primeras comunidades, como escuchamos en la primera lectura. La fe en Jesús une y mantiene unidos a los creyentes por los sacramentos. Para entrar en la vida sacramental es necesaria una fe primera que luego vaya fortaleciéndose y creciendo. Los cristianos que, habiendo sido bautizados en la noche de Pascua, volvían a la iglesia en el domingo siguiente, gustaban del encuentro eucarístico, sacramental, y podían aceptar en su corazón las palabras del Señor: Sí, somos dichosos. Creímos sin haber visto. Pero ahora que vemos la vida sacramental de la Iglesia, que la gustamos, nuestra felicidad es cada vez mayor. ¿Valoramos así nosotros nuestra felicidad al volver hoy a la iglesia?

El vínculo de la fe en Jesús y de la unidad con los hermanos capacita al creyente para dar un testimonio «con mucho valor», que decía Hechos de los primeros discípulos. El testimonio será principalmente por medio de la predicación, pero en ocasiones también acompañada esta por los milagros. En las palabras y en las obras de los discípulos, como sucedió con las del Señor, aquellos que escuchen podrán creer y unirse a la comunidad. La vida nueva de los cristianos se manifiesta así, en palabras y en obras.

Nuestra vida nueva. La de la Iglesia. ¿Qué palabras salen de nuestros labios en estos días de Pascua? ¿Hemos resucitado con Cristo? ¿Qué acciones salen de nuestro corazón, que ha conocido la noticia pascual? La aparición a Tomás no es algo raro a nosotros, al contrario, aquí se hace tan cercano… se nos hace tan cercana su poca fe, necesitada de ayuda… Vivamos la experiencia de la Iglesia, de ser y celebrar en la Iglesia, que es como un sacramento, para crecer en nuestra fe débil.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Aunque la Liturgia de las Horas se celebre sin canto, todo salmo tiene su antífona, que deberá recitarse incluso en privado. Las antífonas, en efecto, ayudan a poner de manifiesto el género literario del salmo; lo transforman en oración personal; iluminan mejor alguna frase digna de atención y que pudiera pasar inadvertida; proporcionan a un determinado salmo cierta tonalidad peculiar en determinadas circunstancias; más aún, siempre que se excluyan arbitrarias acomodaciones, contribuyen en gran medida a poner de manifiesto la interpretación topológica o festiva y pueden hacer agradable y variada la recitación de los salmos.

Las antífonas en el salterio están redactadas de tal forma que puedan ser traducidas a las lenguas vernáculas, e incluso ser repetidas después de cada estrofa según lo que se especifica en el núm. 125. Pero en el Oficio sin canto del tiempo ordinario, en lugar de estas antífonas se pueden utilizar según la oportunidad, las sentencias añadidas a los salmos (Cf, n.111).

(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 113-114)

 

Para la Semana

 

Lunes 12:

Hch 4, 23-31. Al terminar la oración, los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con
valentía la Palabra de Dios.

Sal 2. Dichosos los que se refugian en ti, Señor.

Jn 3, 1-8. El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.
Martes 13:

Hch 4, 32-37. Un solo corazón y una sola alma.

Sal 92. El Señor reina, vestido de majestad.

Jn 3, 7b-15. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Miércoles 14:

Hch 5, 17-26. Mirad, los hombres que metisteis en la cárcel están en el templo, enseñando al
pueblo.

Sal 33. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

Jn 3, 16-21. Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él.
Jueves 15:

Hch 5, 27-33. Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo.

Sal 33. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

Jn 3, 31-36. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano.
Viernes 16:

Hch 5, 34-42. Salieron contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.

Sal 26. Una cosa pido al Señor: habitar en su
casa.

Jn 6, 1-15. Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron.
Sábado 17:

Hch 6,1-7. Eligieron a siete hombres llenos de espíritu.

Sal 32. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Jn 6,16-21. Vieron a Jesús caminando sobre el lago.