El evangelio de hoy es continuación del que se proclama en la vigilia pascual que nos narra cómo las mujeres fueron en la madrugada al sepulcro y encontraron a alguien que les anunció la buena noticia de la resurrección de Jesús. “No está aquí, ha resucitado”. Hoy se añade a este encuentro otro aún más espeluznante. “Jesús les salió al encuentro”: Una constante que se repite en los relatos de esta semana, las llamadas apariciones del resucitado, es el contraste entre la presencia llena de vida del Señor que ha vencido a la muerte y las dudas y el miedo de los testigos. Ese miedo y esas dudas les dificultan para reconocer al Señor en el resucitado, y también actúan como freno para creer plenamente en Él. Cuántas veces las dudas y los miedos que son normales en toda vida humana tienen ese mismo poder en cada uno de nosotros, nos incapacitan para percibir la presencia de Dios en nuestras vidas.

Pero hoy el relato se centra más bien en la necesidad que sintió el sanedrín de difundir una mentira para que la gente creyera que los discípulos de Jesús habían robado el cadáver de su maestro. Y como para ello sobornaron y dieron “una fuerte suma” a los soldados que habían estado encargados de custodiar la tumba para que no pasara nada. Y es que desde el punto de vista de las fake news resulta muy fácil crear un relato que distorsiones completamente la realidad tal y como es, aunque paradójicamente desde el punto de vista económico” resulta enormemente costoso.

Y es que la imposibilidad de explicar por qué estaba vacío el sepulcro de Jesús y por tanto de encontrar su cadáver, aunque no constituía una prueba suficiente de su resurrección si era una condición necesaria. En la primera lectura Pedro en su predicación de pentecostés citando un famoso salmo dice: “no dejarás a tu fiel conozca la corrupción” y, a continuación, se refiere al hecho de que justo ahí donde estaba el cenáculo, en la planta inferior, se guardaba memoria de la tumba del rey David. Por tanto, esas palabras no se podían referir al mismo David sino a otro, a Jesús, de quien se habían convertido en testigos de su resurrección.

Tampoco nosotros podemos dejarnos apartar de la realidad y “comprar” cualquier relato que nos vendan, por asequible que nos parezca. Por supuesto que hay explicaciones más verosímiles que la propia realidad misteriosa que pretendemos entender. Pero eso nos habla precisamente de lo fácil que es no respetar el misterio y caer en la tentación de tergiversarlo y manipularlo a nuestro antojo para evitar tener que “hacer las cuentas con la realidad”.

Hay una expresión clásica que se me quedó grabada en mi juventud: “en realidad de verdad…”. No solo tiene un sentido débil y adversativo, sino que tiene también un sentido fuerte con un significado metafísico. Se podría decir también: “en la cosa o el asunto tal y como verdaderamente es…”; subrayando la verdad de las cosas que son lo que son, antes que nosotros las interpretemos. En este caso se trata de la resurrección de Jesús, como hecho que sucedió en la historia en unas coordenadas de espacio y tiempo concretas y que, por consiguiente, no está en nuestra capacidad distorsionar con nuestra necesidad de desentrañar y explicar los misterios que superan nuestra razón.

Es mucho lo que está en juego. Mejor dicho, nos jugamos el todo por el todo en este asunto. San Pablo dirá que “si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe y todavía estáis en vuestros pecados” (1 Co 15, 17). La realidad está inexorablemente referida a la realidad de este acontecimiento.

Por eso los primeros cristianos fueron tan valientes como humildes en el anuncio del Evangelio. Ellos sabían que no podían adulterar la verdad que se les había revelado sin que ésta perdiera de manera inmediata su misma capacidad de salvación. La realidad nos salva, lo contrario a la realidad nos destruye.

Hoy en día hay muy pocas causas por las que alguien puede llegar a dar la vida. Por una persona concreta quizá sería más fácil. Pero en nuestro caso, la causa y la persona se identifica. La salvación y el salvador coinciden. Por eso no podemos caer en la tentación de “mundanizarnos” y hacernos más aceptables para nuestro entorno, al precio de hacer estéril la resurrección de Cristo y vana su pasión y muerte. No lo hicieron así los primeros cristianos, aunque eso les supusiera ser perseguidos hasta el martirio de sangre en algunos casos.

La alegría de la pascua no se compra ni se vende. La realidad no se distorsiona ni se adapta a las expectativas del mundo. Para eso fue necesario que el mesías padeciera mucho antes de entrar en su gloria.