Muchas veces rehuimos algunos encuentros por miedo, porque no queremos confrontarnos con nosotros mismos, al menos con esa parte de nosotros que sabemos que no ha madurado tanto como nos gustaría. Nos cuesta experimentar nuestros límites, nuestras fragilidades, en definitiva, reconocernos pecadores. Algo de esto es lo que le pasó a Pedro cuando no dejó que Jesús le lavara los pies en la última cena o cuando declaró que estaba dispuesto a ir a la muerte por él y que no le abandonaría jamás. La realidad es que Pedro, con una buena dosis de autosuficiencia y exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades, tuvo que someterse a su debilidad y pecado. Él era tan pecador como los otros, era tan necesitado como los otros, era tan frágil como los otros. Pedro falló a quien juró cuidar. Le negó tres veces.

“Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”

No hay reproches, tan solo una pregunta de amor: ¿Me amas? Jesús no acusa ni condena. Lo único que quiere hacer es rescatar a Pedro. Lo quiere salvar del peligro de quedarse encerrado en su pecado, de que se quede “lamiéndose las heridas”; del peligro de abandonar, por sus limitaciones, de todo lo bueno que había vivido con Jesús. Jesús lo quiere salvar del infierno que es toda clase de soledad, autocastigo o aislamiento personal. Lo quiere salvar de esa actitud destructiva que es hacerse la víctima o, al contrario, caer en un «da igual ocho que ochenta» y que al final termina arruinando todo compromiso cayendo en el más perjudicial relativismo. Quiere liberarlo de considerar como enemigo a aquel que le haga de contraste, o de no aceptar con serenidad las contradicciones o las críticas. Quiere liberarlo de la tristeza y especialmente del mal humor. Con esa pregunta, Jesús invita a Pedro a que escuche la voz de su corazón y aprenda a discernir.

Jesús interrogó en tres ocasiones a Pedro sobre su amor, cada vez bajaba más el listón que había de rebasar e insistió hasta que por fin pudo darle una respuesta realista: “Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Así Jesús lo confirma en la misión: apacienta mis ovejas. Así lo vuelve definitivamente su apóstol: pastorea mis corderos.

¿Qué es lo que ha querido mostrar Jesús a Pedro con este diálogo? Que no es cuestión de su capacidad, sino que es su amor de identificación lo que le va a hacer capaz. ¿Dónde reside la fortaleza de Pedro como apóstol? ¿Qué le mantendrá fiel hasta el final? Una sola cosa: Fuimos tratados con misericordia. Los discípulos de Jesús no lo somos porque seamos mejores que los otros. No somos una especie de héroes que, desde su grandeza, altura y dignidad, bajan a encontrarse y auxiliar al “común de los mortales”. Al contrario, somos conscientes de ser pequeños, pobres y pecadores, pero que por encima de cualquier otra consideración lo que nos define es que somos infinita e inmerecidamente amados. Nuestros pecados han sido perdonados. Y esa es la raíz profunda de nuestra alegría.

En esta octava de pascua contemplamos al resucitado que se identifica ante los suyos gracias a sus llagas, es el crucificado. Los discípulos aprendemos a mirarnos en Jesús herido, muerto y resucitado. Estamos llamados a encontrar en nuestras heridas los signos de la victoria de Cristo, a ver en las heridas de los hombres y del resto de la creación la fuerza de la resurrección. Es la creación que gime con dolores de parto esperando su plena liberación. Los límites, las inmadureces, las debilidades que vemos no son motivo de reproche ni de condena.

Jesucristo no se presenta a los suyos sin heridas; precisamente porque son heridas luminosas, heridas de amor, es desde sus llagas en donde Tomás podrá confesar la fe. Se trata de no disimular o esconder nuestras llagas. Unos cristianos con llagas seremos capaces de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas nuestras, padecerlas, cuidarlas y tratar de curarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas: Jesús resucitado. La conciencia de estar heridos nos libera; de hacernos protagonistas y creernos superiores.

Pedro experimentó en su propia carne la herida no sólo del pecado, sino de sus propios límites y debilidades. Pero descubrió en Jesús que sus heridas pueden ser camino de Resurrección. Conocer a Pedro desolado y poder verle después transfigurado es la invitación a pasar de ser una Iglesia de abatidos a una Iglesia servidora de tantos abatidos que caminan a nuestro lado. Ese es el signo de que el Reino de los Cielos está entre nosotros.