Tomás quiso desentenderse de la comunidad. Nos dice el evangelio que estaban todos reunidos menos Tomás. Es una actitud muy típica, la del que quiere organizarse la vida por su cuenta y riesgo, la del que pretende ser discípulo de Jesús, pero sin nada que ver con los demás, sin comprometerse ni complicarse la vida. ¿Qué ocurre? Pues que no es posible, porque Jesús se hace presente en medio de la comunidad y por eso si uno falta, entonces no lo ve

Jesús se presentó esa misma tarde de la Pascua en medio de los discípulos. Dice el evangelista con mucha insistencia: “estando las puertas cerradas”, se puso en medio y saludó: “paz a vosotros”. Esto es lo que trae Jesús en la Pascua, la paz verdadera, esta paz que no podemos ni comprar ni fabricar ni arrebatar porque es la consecuencia del perdón. Cuántas veces en la confesión el penitente después de haber recibido la absolución sacramental, después de experimentar el abrazo de Dios, un abrazo lleno de ternura y de compasión, hace espontáneamente este comentario: “padre, no se imagina qué alegría”.

Tomás se había autoexcluido porque él no quería saber nada de los demás, pero Jesús con su infinita misericordia, lleno de ternura, vuelve al domingo siguiente, es decir, tal día como hoy, el segundo domingo de Pascua, estando esta vez Tomás con ellos. Se presenta igual que la semana anterior “estando las puertas cerradas”. Se puso en medio y les saludó igual: “paz a vosotros”. Jesús tenía motivos para repetir lo de la semana anterior porque ahora venía a buscar a Tomas, como viene a buscarnos a todos hoy para que también tengamos parte en esta fiesta, para que nadie se quede “como un mirón”, para que nadie se quede como quien mira un espectáculo que no tuviera nada que ver con él.

Este día el Señor ha preparado el banquete de su amor, al que estamos especialmente llamados los que nos sentimos más pequeños pobres y pecadores, aquellos a los que el mundo nos devuelve siempre la imagen del que está irremediablemente perdido. Es esa oveja perdida que todo hombre alguna vez ha sido, la que despierta el amor del pastor que será capaz de abandonar las otra noventa y nueve en el campo, para irse a buscar a la que le falta y cuando la encuentra, no la reprende, sino que muy contento la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta al redil. Esto es lo que hizo Jesús con Tomás: a la semana siguiente de resucitar fue a por él y cómo sabía lo que había dicho, las barbaridades que había dicho: “si no veo… si no toco…” entonces le dice: “trae tu dedo… aquí tienes mis manos, trae tu mano aquí tienes mi costado…”. La reacción de Tomás lo dice todo: cayó de rodillas y confesó: “Señor mío y Dios mío”.

¿Qué significa este tocar las llagas de Jesús? Significa reconocer que no ha habido un amor más grande que el de Jesús crucificado: Estas llagas que ahora son gloriosas, luminosas en su momento fueron dolorosas, es el amor con el que Jesús ha restaurado nuestros pecados, el amor con el que Jesús ha cubierto nuestro desamor, ese amor tan sorprendente de un Dios que no viene a condenar sino a perdonar, amar y restablecer nuestra vida.

Advirtamos lo importante que es este mensaje que el siglo pasado, en el periodo entreguerras, cuando tanto dolor y tanto sufrimiento había en el mundo, Jesús quiso revelarse privadamente a una monja muy sencilla, muy pobre, tanto que de hecho pasó desapercibida en su convento y nadie habría sabido nada de ella si su director espiritual no le hubiera obligado a escribir “el diario de la Divina Misericordia en su alma” y si este sacerdote, polaco como ella, no hubiera dado testimonio de lo que había sucedido en su vida. El entonces arzobispo de Cracovia y más tarde vicario de Cristo en la tierra, Juan Pablo II, propuso este mensaje para la Iglesia entera. En el año 2000, no solamente canonizó a Santa Faustina Kowalska, sino que también estableció esta fiesta en el segundo domingo de Pascua: la fiesta de la Divina Misericordia. Jesús quizá anticipándose a nuestra sociedad que es mucho más amiga de lo audiovisual que de la lectura le propuso a la santa que se pintara la imagen, tal y como ella la había visto, la imagen del Cristo de la Misericordia. Jesús resucitado con las marcas de su pasión, adelantándose hacia nosotros bendiciéndonos y con su otra mano abriendo su corazón de donde salen dos haces de luz blanco y rojo, el agua y la sangre. Es este Cristo resucitado del cenáculo el que sopló su aliento sobre los discípulos diciéndoles: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Es el Cristo perdonador que nos regala la misericordia en su Iglesia.

Esta es la fiesta de la gran perdonanza, de la misericordia sin límites. Se cumple lo que dijo Dios por medio del profeta Isaías: “Venid ahora, y litigaremos —dice el Señor— aunque vuestros pecados sean como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean rojos como escarlata, como blanca lana quedarán” (Isaías 1:18). Por eso esta insistencia de hoy. Que nadie tema ni desespere de sí mismo. ¿Cómo temer el abrazo del perdón y la misericordia? Al revés, abramos el corazón, dejemos que el Señor derrame esta lluvia copiosa y nos empape y nos cale hasta los huesos su amor. Si nos dejamos resucitar así por el Señor, si experimentamos este amor estaremos viviendo lo que vivían los primeros cristianos que no iban por la vida dándoselas de santos, sino que sabían que habían sido misericordiosamente salvados; no alardeaban de sus capacidades, sino que experimentaban la misericordia de Dios. Digamos sencillamente: “Jesús, confío en ti”.