Cuando se lee el Evangelio de la multiplicación de los panes y los peces, es inevitable echar la vista atrás y recordar el pasaje de las tentaciones del desierto, cuando el Diablo le dice a Jesús que convierta las piedras en pan. Hubiera estado bien que el Señor nos hubiera solucionado el problema del abastecimiento de comida en el mundo, o mejor, que nos hubiera dado las instrucciones necesarias para un reparto equitativo. Pero Jesús se guardó el milagro, hubiera sido a costa de nuestra libertad. Dios no se hizo hombre ni para alborotar las leyes de la naturaleza ni para sustituir las decisiones de los seres humanos, ante las cuales no puede más que sentir un profundo respeto.

En cambio, realiza la multiplicación de los panes y los peces… qué extraño, ¿no? Quizá el Evangelio de hoy pueda darnos alguna pista de cuándo y por qué el Señor “se salta las reglas”.

El Nuevo Testamento no es la biografía autorizada de un personaje célebre, es sencillamente la suma de las experiencias que tuvieron los discípulos de su Señor durante aquellos tres años de intimidad. Entonces, es importantísimo estar atentos a los relatos escogidos para que también nosotros podamos intimar con Él. Y si en algo se repiten los autores, es en rechazar la personalidad de Jesús como la de un taumaturgo, un hacedor de milagros. Más bien nos muestran a un Señor forzado a tener que romper las reglas de juego. Incluso manda callar a los destinatarios, para que nadie más se entere, sólo los interesados. Parece que hace raras incursiones en los milagros para mostrar que es el Hijo de Dios, y luego regresa al primer plano de su santísima humanidad, hasta su desfiguración en la cruz.

En la multiplicación de los panes, el Señor adelanta la Eucaristía que es, por cierto, el milagro diario que se regala al corazón creyente, ése que está verdaderamente dispuesto a la intimidad. Mientras que los judíos que comieron del milagro le llamaban profeta y querían hacerlo rey, el Señor aprovecha para escabullirse, y se marcha solo a la montaña, para retomar sus diálogos con el Padre. El Maestro no quiere que nos deslumbremos ante la magnitud de los cientos de panes que han salido de la nada, sino ante el sentido del milagro, “soy yo quien os dará un pan que os hará entrar en la vida eterna”.

Los milagros no son los tres deseos de Aladino, nuestro Señor no es el genio de la lámpara dispuesto a concedernos caprichos, los milagros son una escuela de acercamiento a su persona. Eso sí, seríamos muy torpes si nos frenáramos, como hace la gente extraña. Hay que pedirle el oro y el moro, todo lo que nos preocupa, lo que nos interesa, siendo incluso muy atrevidos. Un creyente llega a tener tanta confianza en Él, que un salmo llega a decir “todos nuestras empresas nos las realizas tú”. Hasta ahí puede llegar el nivel de nuestras peticiones, “Señor, hazlo tú, que yo no puedo”.

Tu pide por esa boca, pide estar más cerca de Él.