Una de las primeras herejías que surgieron en la historia del cristianismo se llamó docetismo. Nació muy pronto y formó bastantes adeptos Sus partidarios no podían aceptar que Cristo fuera verdadero hombre, no les cabía en la cabeza. Estaban más dispuestos a creer que fuera el Hijo de Dios a que fuera al tiempo hijo de una criatura humana. Era imposible, inconcebible. Dios es Dios y el hombre es hombre, como el aceite y el agua. Los docetas preferían no entrar en misterios que les superasen. Por eso el Evangelio de hoy, el Señor resucitado untado con la grasa de un pez, es una joya.

Jesús se aparece de repente en medio de sus discípulos, sin hacer mucho ruido, y pide pescado, como si fuera lo más natural del mundo. Los suyos, más muertos que vivos, estarían espantados, a ver quién era el cuerdo que le pasaba el pez. Pero el evangelista hace hincapié en que estaban conmocionados por la alegría. Lo entendemos muy bien, alguna vez hemos vivido experiencias así, en las que el asombro se nos junta con una alegría inmensa. Que se lo digan al niño que acaba de entrar en el salón de casa en la mañana de Reyes, y ve sobre la alfombra lo que nunca imaginaba que pudiera ser suyo.

Pero volvamos a la imagen. Jesús comiendo pescado y los discípulos en silencio. Estoy convencido de que la cosa debió prolongarse hasta que terminó de comer. Quería mostrarles que estaba allí, que era Él en su propia carne, el mismo que les había escogido a orillas del lago de Tiberíades. Quería dejar muy claro que si comía, lo haría como había hecho siempre, despacio, dándose tiempo.

Deberíamos rezar viendo comer a nuestro Señor, lo digo en serio. No hay un solo cuadro en la historia del arte, descartando las imágenes de viñetas para catequesis de chavales, en las que aparezca esta escena profundamente conmovedora. Y me produce cierta sorpresa, ¿a nadie se le ha ocurrido imaginar el momento en la que el cuerpo glorioso del Maestro entra de nuevo en el espacio y el tiempo para devorar un pescado? Pues a falta del recurso artístico, hay que entrar en la escena.

Hay que verle desmochando con la mano derecha la cabeza caliente del pez, y además advertir cómo lo hace, tan despacio, tan cuidadoso, dejando que sus dedos se pringuen de aceite, yendo con cuidado para que las espinas no le hagan daño, sentado, quizá en cuclillas, arremangado hasta el codo, mirando con verdadero placer las caras de sus amigos, masticando despacio y disfrutando con esa alegría que tienen los que quieren sorprender a quienes se ama.

Un cristiano que ha entrado en esta escena, y se la ha guardado para siempre, ya no vuelve a comer de la misma manera. Comer es compartir la misma vida del Señor. ¿Qué no ha hecho Él que no sea también nuestro?