“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Cuando comulgamos el Cuerpo del Señor estamos recibiendo a Cristo mismo, con su humanidad y divinidad. La vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, que da la vida a los hombres. Y nos puede suceder que, al acercarnos a recibir la sagrada comunión, lo hagamos sin ser muy conscientes de a quien recibimos, pasando por alto lo extraordinario y no darnos cuenta.

Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. Como el alimento corporal restaura las fuerzas perdidas y fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor. No es un mero gesto ritual: es un sacramento, es decir, una intervención de Cristo mismo que nos comunica el dinamismo de su amor. Sería un engaño pernicioso, con palabras de San Juan Pablo II, querer tener un comportamiento de acuerdo con el Evangelio sin recibir su fuerza de Cristo mismo en la Eucaristía, sacramento que El instituyó para este fin (Audiencia del 12-V-1993). La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. Es fuente de la caridad de Cristo que se nos comunica. Cada vez que participamos en ella de manera consciente, se abre en nuestra alma una dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente Junto con este don insondable y gratuito, que es la caridad revelada hasta el extremo en el sacrificio salvífico del Hijo de Dios, del que la Eucaristía es señal indeleble, nace en nosotros una viva respuesta de amor. No sólo conocemos el amor, sino que nosotros mismos comenzamos a amar.

Así, la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo. Sabemos que es este el orden verdadero e integral del amor que nos ha enseñado el Señor: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos por otros” – Jn 13, 35 – La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo. (cf. San Juan Pablo II, “Domenicae cenae”, 5).

Pidamos a María, que nos ha entregado el Cuerpo de su Hijo, que no nos acostumbremos a un regalo tan grande y permitirle que vaya transformando nuestro corazón.