Ante las palabras de Cristo, diciendo que hemos de comer su Cuerpo y beber su Sangre, se organiza un gran revuelo: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” Si con la imaginación nos situamos en la escena y oímos estas palabras de Cristo: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros”, también nos asustaríamos ante la fuerza de sus palabras: ¡es preciso comer su carne y beber su sangre! Es una revelación escandalosa: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” Porque es un misterio que desborda, desde ahora hemos de pedir la gracia para comprender, para reconocer a Jesucristo en el pan consagrado.

Ante un misterio tan grande, Cristo se limita a insistir. “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” No se empeña en convencerles, en razonar su afirmación. No hay nada que nos pueda hacer pensar que Cristo habla en un lenguaje figurado. De hecho, el escándalo que les produce indica que han entendido bien: Si hubiesen entendido que Jesús les habla de un símbolo: cuando comáis el pan es como si comierais mi carne; entonces no se hubieran escandalizado. Han entendido bien: Jesús se refiere verdaderamente a su carne, por eso no les dice: no habéis entendido bien mis palabras; sino que insiste en su enseñanza. Desde el inicio, la Iglesia lo ha entendido literalmente. Por esto la práctica de llevar la comunión a los enfermos; los mártires que dieron la vida para que no les arrebataran la Eucaristía… Los discípulos se fueron porque no creyeron las palabras de Cristo ¡No porque las entendieran mal!

Ante la sublimidad de este misterio: que Cristo está verdadera y realmente presente en la Eucaristía con su Cuerpo, sangre, alma, divinidad; sólo cabe la respuesta de la fe. Nosotros no entendemos mejor, pero fiémonos de Cristo, hagamos nosotros también este acto de fe: “Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo esta apariencia. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad. Al juzgar sobre ella se equivoca la vista, el tacto, el gusto”. La fe nos asegura que allí está el mismo Jesús que nació de Santa María Virgen, que pasó treinta años en el humilde hogar de Nazaret, el que curó a tantos, el que murió en la Cruz, y ahora está sentado a la diestra de Dios Padre y que nos espera cada día. Jesucristo permanece realmente presente en el Sacramento. Se queda para acompañarnos.

La presencia es una necesidad del amor, y el Maestro que había dejado a los suyos el supremo mandamiento del amor, no podía sustraerse a esta característica de la verdadera amistad: el deseo de estar juntos. “La fe y el amor a la Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo. Ya en el Antiguo Testamento se lee que Dios habitaba en una tienda (o tabernáculo), que se llamaba ‘tienda del encuentro’ (Ex 33,7). El encuentro era anhelado por Dios. Se puede decir que también en el tabernáculo de la Eucaristía Cristo está presente con vistas a un coloquio con su nuevo pueblo y con cada uno de los fieles” (San Juan Pablo II, Audiencia general 9-VI-1993).

Madre de Jesús y Madre nuestra, que no olvidemos que tu Hijo nos espera siempre en la Eucaristía.