En la cena de despedida, Jesús revela a los discípulos que cambien su cara desconcertada ante el fin de sus días aquí en la tierra: se va a la casa de su Padre a prepararles un lugar. En el evangelio de Juan, la pasión y muerte —que esa es la despedida— es el paso necesario para llegar a la glorificación del Hijo, la revelación plena de quién es en realidad Jesús de Nazaret. Y esa gloria se transforma también en una plenitud de gracia que trae el Mesías a la humanidad. Gloria universal que pretende derramar en todos y ofrecer a todos los que libremente acepten la fe y crean en Él.

En la última cena se hacía necesaria una promesa del Cielo que consolase a los discípulos… y revela una preciosísima forma de describir el Cielo: un gran casoplón en que estaremos regocijándonos para siempre en un ambiente familiar, disfrutando de lo lindo de la finca, la piscina, las comidas, veladas infinitas, karaokes, planes de excursiones… Ni el mejor de nuestros veranos en casa de los abuelos, o los primos, o unos amigos se podrá asemejar a la entrañable experiencia de la comunión divina con la Trinidad y todos nuestros seres queridos, sin olvidar a los ángeles y, por supuesto, la nueva creación como telón de fondo de nuestras aventuras. ¡Sólo de pensarlo ya he cogido el móvil para hacer fotos!

El salmo 2 revela la filiación divina, que es el gran regalo que nos hace el Padre en el bautismo: nos asemeja a su Hijo Jesucristo, de modo que la promesa que le hace a Él, también nos la participa a cada uno de nosotros. La casa del Padre de Cristo es también mi casa. Y no sólo la casa, sino la creación entera: “te daré en herencia las naciones”.