Doble clase magistral de Cristo: muestra su conocimiento de viticultura —probablemente aprendida de San José o de algún familiar— y su dominio de la teología acudiendo a esa imagen agrícola para describir la bella doctrina de la gracia y su íntima relación con la naturaleza. ¡Un auténtico genio!

La vocación cristiana consiste en dar los frutos que quiere Cristo, es decir, lo que vemos que Él hace y dice. Maestro de nuestras almas y Señor propio de nuestras vidas, le damos la autoridad moral que tiene como Dios eterno. Y aprendemos de Él hasta los más mínimos detalles para conocer de primera mano cuáles son los frutos que quiere que demos sus discípulos.

San Juan, en la segunda lectura, indica el mayor fruto de todos: “un amor de verdad y con obras”. Es el principal de los mandamientos, y a la vez el mejor fundamento de una vida lograda y plena. Al fin y al cabo, hemos sido creados para amar y ser amados. Lo de ser ingeniero o herpetólogo pasa a un segundo plano.

Pero el razonamiento puede esconder una  trampa mortal: reducir a Cristo a un modelo ético, es decir, un personaje al que podamos imitar. Y al intentar conseguirlo, en numerosas ocasiones nos toparemos con nuestras dificultades y, por supuesto, con nuestros pecados.

Y es que el asunto tiene truco. Lo explica hoy Cristo a las mil maravillas cuando se define a sí mismo como vid y a nosotros como sarmientos. Aunque nuestro camino es un discipulado, el modo de realizarse en nosotros la identificación con Cristo no va por la vía de la imitación de sus actos, ni tampoco por la vía del conocimiento doctrinal (dos elementos importantes), sino por la vía de la elevación que produce en nosotros la gracia que nos da. Cristo es la vid y nosotros el esqueje que toma la savia de la vid para dar frutos.

El truco, poco visible pero evidente, es que las obras santas las hace Cristo en nosotros, es decir, a través de la gracia que constantemente nos da. Esa es la savia. Aunque Tomás de Kempis escribió el bestseller “La imitación de Cristo”, centra la tarea, más que en la mera imitación moral, en aprender a vivir “con Cristo, por él y en él”, es decir, de su presencia y de su gracia… ¡de su savia!

Ganamos muchos enteros cuando aprendemos a no medirnos con nuestros éxitos o fracasos en la vida espiritual. ¡Tantas veces no son ni lo uno ni lo otro…!

Un detalle divertido de las travesuras que obra la gracia divina y los cambiazos que puede obrar en las personas: a veces se trata de conversiones increíbles. Es decir, que “no son creíbles”. Y por eso tenían pánico a San Pablo. Pasó de demonio a ángel. Y eso, en la naturaleza no se da. Sólo la gracia puede realizarlo.