Comentario Pastoral


EL ESPÍRITU DE PENTECOSTÉS

Hoy el cristiano es enviado fuera de su propio cenáculo, como los apóstoles, y lanzado a la calle para revolucionar a todas las gentes con una gran e increíble noticia: no estamos huérfanos, Dios está con nosotros, tenemos un Espíritu de fuerza y de sabiduría, de gozo y de fe. Nadie puede arrebatarnos la alegría de que el Espíritu de adopción grite en nosotros: Padre, te amo, creo en tí, mi esperanza es tuya.

¿Cuál es el Espíritu de Pentecostés? Es el Espíritu creador y renovador de la faz de la tierra. El que hizo surgir mil imágenes y semejanzas de Dios, el que lo manifestó gozosamente visible en la creación, creando un mundo espléndido de formas y figuras de seres llenos de sentido, de animales y plantas. El que moldeó al hombre para que poblase la tierra.

Es el Espíritu que habló por los profetas, hombres sacados de entre los hombres, de labios balbucientes y corazones tímidos y asustadizos, pero que fueran tocados por la inspiración de lo alto para hacer sonar la palabra de Dios que era anuncio, examen, liberación, gozo, cercanía, paz, perdón, exigencia y alianza. La violencia de lo divino les impulsó a ser punto de referencia del auténtico diálogo humano.

Es el Espíritu de la Encarnación en la plenitud de los tiempos. El rayo de la gracia divina que tocó a una virgen nazarena y provocó la respuesta más hermosa y más limpia en la historia de los hombres. El «sí» de la Anunciación la hizo portadora de la Palabra de Dios. Desde el silencio fecundo de la Virgen nos fue revelado el gran mensaje y entregada la salvación, hecha carne de niño. Por eso la Madre de Jesús es la esposa del Espíritu Santo.

Es el Espíritu que provocó la inspiración de Isabel, al sentir brincar en su seno al hijo aún no nacido. El Espíritu que movió a profetizar al mudo Zacarías y empujó al anciano Simeón hacia el templo, para que viese una luz gloriosa y tuviese en brazos «la vida».

Es el Espíritu que resplandece en todas las acciones y palabras de Jesús, el Hijo de Dios, que anuncia la buena noticia de la salvación, escruta los corazones, revela la verdad, repara el mal, consuela a los afligidos y fortalece a los débiles. Es el Espíritu que le hizo obediente hasta la muerte y le resucitó para la vida eterna.

Es el Espíritu que da comienzo a la Iglesia y la extiende con la vivacidad del relámpago. El Espíritu que posibilita creer en el Evangelio, despierta todos los corazones, hace fecundas nuestras obras, inspira nuestras plegarias y nos convierte en testigos del verdadero amor.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 2, 1-11 Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30.31 y 34
Corintios 12, 3b-7. 12-13 san Juan 20, 19-23

 

De la Palabra a la Vida

La sorpresa que trae el día de Pascua no es sólo el hecho de que Jesús aparezca resucitado en medio de los discípulos, sino también que traiga un don para ellos, el don del Espíritu. Igual, en un principio, nos parece que no hay comparación, que nada puede igualarse a la Pascua del Hijo. Sin embargo, el don del Espíritu es necesario para que el creyente tenga en su vida una dirección nueva, la que Cristo ya experimenta como consecuencia de su resurrección.

Puestos en esa dirección para su vida, para su futuro, para sus decisiones, los discípulos van a poder ofrecer el testimonio que Jesús ha ido preparando en ellos durante su tiempo juntos. Ese testimonio se verá corroborado por las obras. Así, palabra y vida, anuncio y vida, no aparecen, gracias a la Pascua, como elementos diversos, sino con una profunda unidad entre sí, una unidad que experimentarán, no sólo de forma individual, sino también en la unidad de la Iglesia: cada uno podrá venir de donde quiera que venga, cada uno podrá ser como sea en este mundo, pero todos serán uno en el Espíritu Santo debido a que van a compartir la fe de la Iglesia, que consiste en reconocer que Jesús es Señor.

Así, la gran fiesta de la Pascua tiene en Pentecostés su perfecto contrapunto, pues lo sucedido no tiene consecuencias solamente en la persona de Jesucristo resucitado, sino que afecta también a todos los que acepten recibir el don del paráclito, un defensor que los protegerá de la muerte eterna, que les ofrecerá un valor para la tarea evangelizadora que comienza. Desde el principio, el anuncio del evangelio de Jesús se convierte en una característica propia de este valiente grupo.

Por ese anuncio, muchos y de muchos lugares, se van a ver llamados a la fe, a la unidad de la Iglesia en Cristo Jesús. Y así, la comunión se convierte en un signo identificativo. Esa unión es fuerte, porque viene precedida por el perdón de los pecados: “A quienes perdonéis, les quedan perdonados”.

Visto así, Pentecostés se convierte en un momento crucial para la Iglesia de hace dos mil años y de nuestros días: la comunión y el perdón de los pecados son signo de la catolicidad. El don del Espíritu es infundido hoy sobre nosotros para movernos a la unión, para movernos a hacer visible con mayor claridad el don de la vida eterna, de ser verdaderamente llamados a la resurrección. ¿Puedo experimentar que la Iglesia, que mi comunidad parroquial, es un lugar donde se perdona? ¿Soy yo mismo un ejemplo en mi capacidad de perdonar los defectos, los excesos, las equivocaciones del prójimo? En tiempos especialmente difíciles, incomprensibles, la certeza del perdón da solidez al camino de la vida. No es algo secundario en pandemia, es una experiencia vital.

Con respecto a la necesidad de mostrar esta unidad de la Iglesia, el Espíritu es imprescindible totalmente: ¿Valoro el bien de la unidad? ¿Busco unir a mí, a mis ideas, a mi visión, o a la de Jesucristo, el evangelio y el magisterio de la Iglesia? ¿Lo intento desde la caridad?

Pentecostés, la Pascua del Espíritu, nos da una vida nueva, una vida en la que, por el amor y el perdón, ya no se nos ve a nosotros: aparece, se hace visible el Señor.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Como se ha de procurar de un modo general que en las acciones litúrgicas se guarde asimismo, a su debido tiempo- un silencio sagrado-» también se ha de dar cabida al silencio en la Liturgia de las Horas.

Por lo tanto, según la oportunidad y la prudencia, para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia, es lícito dejar un espacio de silencio o después de cada salmo, una vez repetida su antífona, según la costumbre tradicional, sobre todo si después del silencio se añade la oración sálmica (cf n. 112); o después de las lectura tanto breves, como más largas, indiferentemente antes o después del responsorio.

Se ha de evitar, sin embargo, que el silencio introducido sea tal que deforme la estructura del Oficio o resulte molesto o fatigoso para los participantes.

Cuando la recitación haya de ser hecha por uno solo, se concede una mayor libertad para hacer una pausa en la meditación de alguna fórmula que suscite sentimientos espirituales, sin que por eso el Oficio pierda su carácter público.


(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 201-203)

 

Para la Semana

Lunes 24:
Bienaventurada Virgen María, madre de la Iglesia. Memoria.

Gn 3,9-15.20. Madre de todos los que viven.
o bien

Hch 1,12-14. Perseveraban en la oración junto con María, la madre de Jesús.

Sal 86. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!

Jn 19,25-34. Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre.
Martes 25:

Eclo 35,1-15. El que guarda los mandamientos ofrece sacrificio de acción de gracias.

Sal 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Mc 10,28-31. Recibiréis en este tiempo cien veces más, con persecuciones, y en la edad
futura, vida eterna.
Miércoles 26:
San Felipe Neri, presbítero. Memoria.

Eclo 36,1-2a.5-6.13-19. Que sepan las naciones que no hay Dios fuera de Ti.

Sal 78. Muéstrame, Señor, la luz de tu misericordia.

Mc 10,32-45. Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado
Jueves 27:
Jesucristo, sumo y eterno sacerdote. Fiesta

Is 52,13-53,12. Él fue traspasado por nuestras rebeliones.
o bien:

Hb 10,12-23. Tenemos un gran sacerdote al frente de la casa de Dios.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Lc 22,14-20. Esto es mi cuerpo. Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre.
Viernes 28:

Eclo 44,1.9-13. Nuestros antepasados fueron hombres de bien, vive su fama por
generaciones.

Sal 149. El Señor ama a su pueblo.

Mc 11,11-26. Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos. Tened fe en Dios.
Sábado 29:

Eclo 51,17-27 [gr. 51,12c-20b]. Daré gracias al que me enseñó.

Sal 18. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

Mc 11,27-33. ¡Con qué autoridad haces esto!