La palabra “mundo”, en el evangelio tiene diferentes acepciones. En ocasiones designa la resistencia o el rechazo de Dios. La creatura que se opone a su creador y reafirmándose a sí mismo se enquista en lo creado en contra de Dios. Así, mundo designa también el querer vivir sin Dios y el no querer que su misericordia se manifieste. San Agustín señala que quienes aman el mundo son mundo. Amar el mundo quiere decir preferir las creaturas a Dios. Es el sentido en que aparece en el evangelio que hoy leemos.

Jesús dice: “Yo he vencido al mundo”. Es una de esas ocasiones solemnes en que el Señor habla en primera persona para disipar cualquier duda y evitar entrar en interpretaciones. Jesús ya ha vencido y, sin embargo, nosotros vamos a experimentar luchas. El mismo Señor las anuncia a sus discípulos.

El mundo ha sido vencido porque Jesús, con su muerte y resurrección ha vencido al pecado. Hay un camino de salvación para el hombre aunque el mundo no quiera reconocerlo e intente disuadir a los hombres.

El contexto de las palabras de Jesús es un poco chocante. Poco antes los discípulos habían mostrado su asentimiento a sus enseñanzas. Es más, habían dicho “creemos que has salido de Dios”. Entonces Jesús les advierte de que no les faltarán pruebas en las que tendrán la ocasión de probar su fe. Lo harán comprobando que Jesús verdaderamente ha vencido con su muerte y resurrección. El mismo que advierte de los peligros anima: “tened valor”.

Si pensamos en cuál es el fundamento de ese valor vemos que no se encuentra en uno mismo sino en Jesús. Unidos a él con confianza, dejando que actúe verdaderamente en nuestras vidas, podemos experimentar su fuerza y salir vencedores en tantas situaciones adversas.

En nuestra vida pueden darse muchas circunstancias en que, por desánimo, sintamos la tentación de ponernos del lado del mundo. Se da entonces una lucha interior. No se trata de que desde fuera intenten apartarnos de la fe o quieran hacernos dudar del amor de Dios. Eso también se da. Pero hay una lucha interna por la que no siempre vemos de manera clara que hay que permanecer fieles al Señor. Sucede cuando hemos de perdonar, o cuando nos encontramos con caminos más seductores pero falsos. Puede suceder, incluso, que deseemos obrar el mal para evitar otros males peores.

Pero Jesús consuela a sus apóstoles para que encuentren la paz en Él. Aquí está la clave que, además, podemos experimentar en nuestras vidas. Humillar a otro o vengarse no provoca una paz duradera en nosotros. Tampoco la multitud de sucedáneos en los que nos ocupamos para distraer nuestro corazón nos reportan auténtica paz. La paz sólo se haya en Jesucristo. Por eso ante toda contrariedad, ya venga de fuera ya nazca de nuestro interior hay que buscar descansar en el Señor. Con Él podemos afrontar pacientemente las injurias, los problemas de diversas clases, el dolor físico y moral… Podemos sentir su victoria, que es la del bien sobre el mal, la del amor sobre el odio. Sólo así encontramos la verdadera paz, que consiste en la reconciliación del hombre con Dios. Mientras esta nos falta nos sentimos escindidos.

Cuando conocemos la paz que nos da Jesús ya no deseamos otra cosa.