El Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad; el amor entre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo que da la vida, que consuela, que intercede, que procede del Padre y del Hijo. El espíritu que Jesús resucitado comunica a sus apóstoles como el gran don; el Espíritu que desciende solemnemente sobre ellos como lenguas de fuego y viento impetuoso y los impulsa a la misión. El Espíritu que conduce hacia la verdad plena y da a conocer lo que ha de suceder. Espíritu que se derrama sobre los cristianos mediante sus siete dones.

Estos días hemos pedido: “¡Ven Espíritu Santo y enciende nuestros corazones en el fuego de tu amor! Por el Espíritu Santo la iglesia esta viva; Dos continúa suscitando santos; se multiplican los carismas; fructifica el apostolado; se acrecienta el número de creyentes y crece nuestra cercanía a Cristo.

No lo vemos, pero conocemos sus efectos y continuamente agradecemos su actuar. Él mismo nos enseña como rezar; por Él podemos llamar a Dios Padre. El mismo que intercede por nosotros con gemidos inefables es el que llena de sentido y de vida nuestros balbuceos y así hace posible nuestra oración de hijos. El Espíritu que Jesús, sentado a la derecha del Padre, nos envía para permanecer cerca de nosotros, para que accedamos a la maravilla de la realidad sacramental; para que la Iglesia sea su cuerpo vitalizado interiormente e impulsado por una fuerza que viene de lo alto.

Es el Espíritu que nos enseñará qué hemos de decir en los momentos de dificultad. Si le somos dóciles impulsará nuestra vida. Viento que no sabemos de dónde viene ni a dónde va, pero que oímos su rumor. El embellece nuestra alma y nos impulsa a semejarnos a Cristo. Es el Espíritu que nos envía el Hijo para dar testimonio de él, para que podamos conocerlo en su verdad y asemejarnos. Espíritu inabarcable y eterno, que con el Padre y el Hijo ha de ser adorado y glorificado.

¡Gracias Espíritu Santo!