Domingo 30-5-2021, Santísima Trinidad (Mt 28,16-20)

«Al ver a Jesús, ellos se postraron, pero algunos dudaron». En la solemnidad de hoy, la liturgia nos introduce, como a través de una ventana entreabierta, en la intimidad misma de Dios. Porque hoy no celebramos ninguna de las obras admirables que Dios ha realizado en el mundo o en la historia de la salvación, sino que le reconocemos como es en sí mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, puesto que Él es Dios y nosotros no –como repetimos en la Misa– «por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos». Hoy en día tenemos más necesidad que nunca de abrir espacios y tiempos para la adoración. Ajetreados en mil preocupaciones, nunca encontramos el momento de pararnos, postrarnos y reconocer que «el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro». Necesitamos adorar. Y por eso la liturgia de hoy se convierte en un incesante canto de alabanza y adoración al Dios tres veces santo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, único Dios vivo y verdadero.

«Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”». ¿Por qué tenemos tanta necesidad de la adoración, de esa verdadera y humilde actitud de adorar postrados al único Dios? Porque sólo la adoración es capaz de desenmascarar los ídolos de hoy ante los que muchos se postran. Reconozcámoslo, en nuestro tiempo ya no hay ídolos de oro, plata y madera. Ya nadie se postra ante una estatua de Zeus, Thor o Amón Ra… Pero son incontables los que hacen del dinero el valor supremo de su vida; los que supeditan todo –incluso su familia– al trabajo y al éxito profesional; o los que hacen sacrificios incalculables por mantener la imagen o la fama; o los que valoran la salud por encima de todo. Estos son los ídolos modernos; quizá más sofisticados, pero ídolos al fin y al cabo. Dioses muertos que prometen mucho y no dan nada. Dioses falsos que esclavizan a todo aquel que se postra ante ellos. ¡Cuántas vidas vacías, sometidas a la moda, la frivolidad o el consumismo! Necesitamos adorar a Dios para no acabar siendo esclavos del dinero, del placer, del bienestar, del éxito o de la imagen. Como decía Chesterton: “cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”.

«Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Además, en segundo lugar, la adoración nos coloca en nuestro sitio. Nos hace ver que no somos los dueños del lugar –pues sólo hay un Dios, que está por encima de todo–, pero que somos algo mucho mejor, los hijos del Dueño. Y esto es lo más importante, lo que define nuestra vida, que somos hijos de Dios. Esta es la gran verdad que debemos propagar por el mundo entero. Dios es nuestro Padre, nos ama con locura y cuida de nosotros. Nos ama tanto que nos ha enviado a su mismísimo Hijo Jesucristo y su mismísimo Amor –el Espíritu Santo–, para permanecer siempre cerca de nosotros: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».