Inmersos como estamos en la lectura del sermón de la montaña, Jesús nos sube el punto de exigencia de manera notable. A la permisión a lo antiguos, expresada en ese «ojo por ojo, diente por diente», a nuestra natural tendencia a protestar y hacer frente al que nos agravia, el Señor nos llama, una vez más, a amar hasta el extremo. Incluso al enemigo, como dirá más tarde.

Pareciera que Jesús no quisiera que tengamos personalidad, pero es exactamente todo lo contrario. Sólo es fuerte quien es capaz de no mirar a los demás desde el mal que nos hacen, quien se libera de los rencores y de la sed de venganza. Eso es poner la otra mejilla: no mirar a los demás desde el lado del rostro afligido, desde la herida que nos han provocado. ¡Qué importante es tener esta actitud para parar es bola de mal que tantas veces se dispara!

Cuando uno es capaz de hacer el bien sin mirar a quién jamás se abajará. Es más, quien humilla al inocente y quien ataca al débil es el que más se rebaja. ¿Sabías que los judíos golpeaban el rostro del otro con la parte exterior de la mano? Así, si le que era golpeado ponía la otra mejilla, el que pega ya no puede herir más que con la palma. Y pegar con la palma es una humillación para el que golpe. Por tanto, poner la otra mejilla también consiste en poner las condiciones necesarias para que el otro, aunque sea por no abajarse, detenga la bola de mal.

En cualquier caso, el mensaje es claro: basta ya de tolerar el mal en nuestra vida, de negociar con el demonio. O somos radicales en esto o acabaremos pecando, pues, como nos advierte san Pedro en su carta, el diablo, como león rugiente, siempre anda buscando a quien devorar.

Piensa en tu hoy. A ver si debes algún perdón, a ver si tienes que soltar algún rencor o alguna sed de venganza. Sólo así podrás ser libre para amar, que es de lo que se trata.