Hacer las cosas en presencia de Dios nos libera de una de las mayores esclavitudes que el hombre contemporáneo sufre: el postureo y el qué dirán. Si viviéramos con una mayor conciencia de que Dios nos mira permanentemente, además de pecar menos, obraríamos para ganarnos más su favor y menos el de los hombres. Es la gran lección que nos trae el Señor hoy: no podemos estar más pendientes de los demás que de Él.
El ansia constante por agradar a todos, por destacar y ser reconocido, paradójicamente, suele tener como base una baja autoestima y la inseguridad. Y si, además, buscamos todo esto desde la falsedad y el autoengaño, lo que obtendremos a la larga es frustración y más inseguridad, agravándose así nuestra situación. Dando de comer con frecuencia al postureo, también aparecerán los rencores, odios y envidias hacia quién pensamos que tiene una vida mucho mejor que la nuestra, hacia quién creemos que consigue todo lo que se propone porque es más listo, hacia quién nos parece que es más feliz haciéndonos a nosotros, por comparación, más desgraciados. Aquí es donde hoy día aparecen los estreses por aparentar, por estar pendiente de lo que pasa alrededor, por tener más likes, etc.
De todo esto nos quiere librar el Señor y hemos de pedirle tener una autoestima que se base en su elección por nosotros. Porque, cuando uno se sabe plenamente amado por el único que de verdad importa, todo lo demás pasa a un segundo plano. Recuerda otra frase de Jesús: ¿De qué nos serviría ganar el mundo entero si perdiéramos nuestra alma? Podríamos parafrasearla: ¿de qué nos sirven los honores terrenos si perdemos los eternos?
En fin, si detectamos en nosotros la tendencia a estar demasiado pendientes del qué dirán, huyamos prestos a la mirada del Señor y de quienes nos aman incondicionalmente, que son los instrumentos que Dios nos pone en la vida para reflejar su amor.