La iglesia, como madre y maestra, ha sido siempre muy prudente en su discernimiento. No siempre todo lo que surge dentro de ella, lo que aparece como la última novedad o lo que goza de mucha popularidad es cosa de Dios.

Recordemos cómo el gran Gamaliel advirtió a sus compañeros del Sanedrín del error que podía suponer sentenciar a muerte a San Pedro y los apóstoles; el argumento era que convenía esperar prudentemente a ver en qué quedaba todo, porque podía tratarse de algo del cielo y entonces estarían luchando contra el mismo Dios. Es como si dijera: dejemos que el tiempo muestre de quién es esta obra, si de Dios o si de los hombres.

Pues el mismo Jesús nos invita a no dejarnos arrastrar por modas o por éxitos fulgurantes demasiado rápido. Porque no siempre estos fenómenos son de Dios y aunque aparentemente tengan una imagen atrayente e incluso algo seductora, lo que se esconde detrás puede no ser tan maravilloso.

Jesús da un criterio de veracidad inapelable: “Por sus frutos los conoceréis”. Pero para ver el fruto de algo conviene esperar el tiempo oportuno. Si nosotros muchas veces decimos que nos toca sembrar más que ver el fruto de nuestro trabajo. Lo mismo deberíamos decir de los otros. Tiene que pasar un tiempo suficiente para ver cuál es el fruto que da su siembra. Cuando esto se manifieste tendremos un criterio fiable de la verdad de lo que hizo.

Por eso, más que preocuparnos por la estética de las cosas, de su apariencia exterior o de hacerlas más amables o presentables de cara a conseguir una mejor acogida, deberíamos preocuparnos por que las cosas fueran desde su raíz inspiradas y sostenidas por la gracia de Dios. Toda vida que hunde sus raíces en Dios y encuentra en Él la razón de su crecimiento, evidentemente, solo puede florecer Y dar frutos de Dios.

El discernimiento es hoy más que nunca necesario en la vida de la Iglesia y en la vida de cada uno. Porque “no es oro todo lo que reluce”, dice la gente sencilla, “ni todo el monte es orégano”. No podemos fiarnos y dejarnos guiar de cualquier espíritu sin discernimiento, sin ponerlo a prueba.

San Pablo dirá en la carta a los Gálatas qué los que se dejan guiar por la carne esos producen como fruto las obras de la carne: fornicación, impureza, idolatría, odio, discordia, celos y las divisiones y envidias, en cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, fidelidad y dominio de sí (6, 19-26).

El evangelio de hoy es pues una llamada a la autenticidad; a “ser” y no solo “parecer” discípulos de Cristo. Él mismo nos invita a vivir una vida en la que solo nuestro Padre del cielo, que ve en lo escondido, aprecie y reconozca nuestra oración, nuestra caridad y nuestra penitencia. Una vez más se trata de no hacer las cosas delante de los hombres para ser reconocidos y aplaudidos sino delante de Dios.

Hace unos meses me hicieron unos seminaristas la pregunta del millón: ¿tú qué le dirías a unos seminaristas que se están preparando para ser sacerdotes? Respondí sin pensarlo dos veces: “que uno es lo que es cuando nadie le ve”. Creo que lo entendieron. En un mundo donde casi todo es aparentar, figurar y deslumbrar, Dios nos invita a ser – con el símil del árbol – desde la raíz hasta la copa, completamente suyos.

No podemos escuchar de parte de Dios algo peor que “profetas falsos”, o “lobos con piel de oveja”. Desde luego como sacerdote actúo con temor y temblor, consciente de la responsabilidad de lo que pienso, digo, hago y omito; y de su repercusión en la comunión de los santos. Por eso este evangelio también me llama a vigilar muy de cerca mi vida. ¡Lejos de mí provocar la división dentro del rebaño de Cristo o que el verdadero lobo, el enemigo real, pueda por mi culpa llegar a hacer estragos en la Iglesia por mi culpa!