Hechos y palabras intrínsecamente unidos. Así es como Cristo se revela: con hechos que explican sus palabras y palabras que declaran el sentido de sus gestos. Jesús nos había dicho hace unos días que el árbol bueno daba buenos frutos. Hoy mostrando sus obras acredita su identidad.

Después de los capítulos en los que el evangelista nos ha referido el discurso que Jesús pronunció en la montaña ahora en el capítulo octavo nos ofrece hasta diez obras que acreditan la autoridad de Jesús. La primera de las acciones sucede inmediatamente después de comenzar a bajar del monte

Un leproso se acerca y se arrodilla confesando con toda confianza: “Señor si quieres puedes limpiarme”. Jesús se conmovió ante estas palabras y ante la confianza total de aquel enfermo. Pero, aunque podía haber curado aquel leproso con tan solo pronunciar una palabra, Él, realizando un gesto inaudito, extendió la mano para tocar y curar su carne enferma, al tiempo que decía: ¡quiero, queda limpio!

Es un gesto de infinita ternura y caridad. Probablemente lo más humillante y doloroso de la condición de leproso era tener que vivir como un maldito, alejado de los demás, avisando con antelación de su presencia y manteniéndose a distancia. Por eso, los leprosos eran en el tiempo de Jesús los más marginados de la sociedad: Además sabemos que, según el pensamiento ancestral, las enfermedades se consideraban no solo como meros males físicos, sino que se les daba también un cierto significado moral: una pena asociada a una culpa. De tal manera que la ley de Moisés y las normas de la tradición, buscando preservar la salud y la pureza del pueblo, hacían que estos enfermos vivieran de un modo que les arrebataba todas posible esperanza.

Jesús quiso tocar aquel leproso y probablemente causó un profundo estupor en aquellos que pudieron contemplar de cerca aquel gesto. Había quedado impuro. De alguna manera, Jesús, con este gesto estaba explicando el sentido de la su misión. El venía a cargar con nuestros pecados, sus heridas habrían de curarnos.

Él no venía a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos. Es un admirable intercambio: Jesús es Dios que nos da de lo suyo propio, para recibir en su humanidad de lo nuestro.

Aquel hombre nunca olvidaría esos segundos en los que miraba con profunda sorpresa cómo se acercaba la mano de Jesús hasta él para tocarle. Probablemente nunca nadie hubiera tenido un gesto de tanto amor hacia su persona.

Y para que el horror de la pesadilla terminará pronto Jesús manda al recién curado presentarse al sacerdote y entregar la ofrenda que mandaba Moisés para ser plenamente restituido dentro de la comunidad de salvación.

Por lo demás debería guardar silencio y no contar a nadie lo que había sucedido con él. Así Jesús evitaba que su fama creciera desmesuradamente y que los hombres se hicieran una imagen falsa de él. Él no venía a curar a todos los leprosos de este mundo, sino que esta curación, era signo de la verdadera acción extraordinaria que Jesús venía a hacer con la humanidad: redimirla del pecado y rescatarla de la muerte.