Ya estamos en Cafarnaúm, el lugar de residencia habitual del Maestro y sus discípulos. Probablemente viviría en la casa de Simón. Y será en esta ciudad donde Jesús realice la mayoría de los milagros que nos relatan los evangelios.

Hoy escuchamos cómo curó a un siervo del centurión romano que vivía allí. Dado su rango militar era sin duda un personaje muy conocido y popular en la ciudad. Y llama la atención que Jesús amplíe su radio de acción y no lo limite solo a los judíos, sino que también quiera favorecer a los paganos.

El diálogo con el centurión enseña con toda sencillez cuál es la actitud que abre las compuertas de la gracia: La humildad verdadera.

Este centurión romano que confía en Jesús hasta el extremo se acerca para pedirle que cure a su criado que está en cama paralizado. Está conmovido por su sufrimiento Y lejos de darse por vencido acude a Jesús buscando su curación. Lo sorprendente es que cuando Jesús propone ir a su casa para curarlo, el centurión con una gran delicadeza, evitando que Jesús tenga que entrar siendo judío en casa de un pagano y pierda así la pureza ritual, le dice una frase que para nosotros es muy familiar: “¿quién soy yo, Señor, para que entres en mi casa? Pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedara sano.

Esta expresión denota una verdadera humildad. Que nunca es hacerse uno a si mismo de menos, no se trata de no ser conscientes de nuestra propia valía, sino al contrario, es que reconociendo que somos tan valiosos, con todo y con eso, somos muy pequeños ante Dios. El centurión le recuerda a Jesús que él sabe ejercer la autoridad, pues la tiene y, sin embargo, se siente indigno de la visita de Jesús.

Precisamente es esta humildad lo que dejó a Jesús admirado y le hizo alabar la fe del centurión diciendo: “os aseguro que en Israel no encontrado en nadie tanta fe”. A continuación, y como sucederá en muchas ocasiones a lo largo y ancho del evangelio, Jesús anuncia que vendrán muchos de oriente occidente y entrarán en el reino de los cielos, mientras que muchos miembros del pueblo de Dios serán expulsados, echados afuera a las tinieblas. Una vez más podemos decir la frase clásica: “ni somos todos los que estamos, ni estamos todos los que somos”.

Ese es el contraste entre la humildad que merece la salvación y la soberbia que la expulsa. Jesús invitó al centurión a que confiase en Él y que volviera a casa. Cuando así lo hizo inmediatamente se sanó su criado.

Pero no fue la única sanación de ese día, también curó a la suegra de Simón que una vez restablecida se puso a servir; y después, al anochecer, todos los enfermos y endemoniados; de tal manera que era evidente para todo el pueblo que Jesús cumplía lo que se había profetizado en Isaías: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”.

Esta lectura es la opción por defecto que sugiere el ritual de la unción de enfermos. Siempre me llamó la atención. Cuando un sacerdote tiene noticias de algún enfermo, porque alguien como sucede en el evangelio, acude a él para pedirle que lo visite. En ese momento, incluso antes de llegar al lugar donde está el enfermo, yo siempre he tenido la sensación de que el Señor ya había visitado a esa persona a la que Él ama tanto.

De hecho, mi sensación es que cuando llego y administro esta unción, estoy haciendo de manera visible lo que el Señor, de alguna manera, ya había realizado de manera invisible. Solo por el deseo de dar y recibir la unción por parte del ministro y del enfermo, el Señor ya está obrando con su autoridad y su poder.

Muchas veces cuando terminamos de ungir al enfermo, se puede percibir en él una paz y una alegría que solo Dios puede causar en el alma. Ser ministro de Jesús, ser enviado por Él desde su corazón hasta el corazón del enfermo es un misterio enorme que supera completamente nuestra capacidad de comprensión. Es confesar con certeza el amor de Jesús por todos y cada uno de los enfermos. Es sentir la alegría de su corazón cuando puede entrar en el corazón del que le busca y le necesita. Solo hace falta sentirse necesitado, esta es la humildad verdadera, la que vence y enamora al mismo Dios.