¿Os acordáis del término “banalidad del mal”? Lo utilizó la filósofa Hannah Arendt para definir la rutina de los soldados nazis que vigilaban el campo de concentración de Auschwitz. Eran capaces de escuchar una sonata de Mozart por la mañana, animar el desayuno con la lectura de unos pasajes de Goethe y luego dedicarse a su jornada laboral, como si fueran funcionarios de ayuntamiento. Todos obedecían órdenes. No se sentían responsables de las decisiones, operaban con las manos amputadas. Ése ere el quid de la banalidad del mal, un mal de andar por casa, mezquino, ordinario, con visos de no llamar la atención. ¿Tocaba encender los hornos crematorios?, pues adelante, él ordenanza sólo tenía que darle al interruptor y se ganaba el jornal.

Pero a mí me parece que también existe una “banalidad del bien”. Es decir, hemos sido llamados para nadar en un océano y nos conformamos con lavarnos en el pilón. Dios le dice al hombre “cuánto más des de ti, mayor será el tamaño de tu humanidad, y más me dejarás hueco en ti”. Pero nosotros tenemos a un sujeto burgués durmiendo en nuestra alma, nos conformamos con ser buena gente, no hacer daño a los demás y vivir de valores positivos.

En el Evangelio de hoy, Jesús es inequívoco en su propuesta de seguimiento frente a las excusas de quienes quieren ir detrás de Él. No le vale el retraso, el que procrastina (término muy contemporáneo), se queda sin saber de Cristo. A la novia no le valen las dudas del enamorado. Si éste le dice que sí, que claro que la quiere mucho, pero que se espere, que ya verá si harán vida juntos, la novia se desesperará en nombre del amor verdadero, que no tiene colores intermedios.

El profesor Josep María Esquirol ha escrito un libro con un hermoso titulo, “Humano, más humano”. En él cuenta nuestras debilidades. A un cristiano nos viene saber bien qué nos pasa frente a nuestra pereza de Dios. ¿De dónde le viene la dejadez al ser humano? Se habla de la sociedad del cansancio, pero este cansancio es sólo la superficie de una pereza más básica. Es verdad que los matrimonios de este milenio llegan derrumbados a casa, como el ganado, que después de una jornada de trabajo, se arrastra sin fuerzas a abrevar. También es verdad que el agotamiento es producto de la aceleración y de la enloquecida dinámica consumista. Pero el escollo mayor de nuestra pereza procede de un estado de dimisión. Hemos perdido la confianza en un Dios que nos acompaña. Hemos apagado la vela de la pasión por el Señor. Que sí, que hacemos el bien y le damos a pobre de la iglesia el euro dominical, pero vivimos de esa fría banalidad del bien.

Y no caemos en la cuenta de que el corazón de Dios arde, no es asunto de migajas de tiempo, peladuras del alma, ocio religioso…