Qué lista era Alda Merini, Alda Merini escribió poesía toda su vida. La pobre pasó por prolongadas ingresos psiquiátricos en la Italia de los setenta, malos días para enfermar de la cabeza, los cuidados se parecían más al descuido que a la atención. Lo pasó mal. Pero escribía mucho y lo ha iba con toda el alma. En uno de sus escasos libros en prosa dejó escrito, “la ira y todo lo que deforma nuestro rostro, lo que no alegra y no alienta nuestro canto, es pecado”. Piénsalo, tiene razón. Haz un breve ejercicio de memoria de gente a la que la amargura les ha estropeado el rostro. El vicio de criticar, el vicio de envidiar, les ha arrugado los ojos y apenas se reconocen cuando se miran en los espejos. Uno se merece el rostro que despliega el alma. Si el alma se hunde en el pantano de las pasiones, el rostro hablará de ellas como un bando de alcalde.

Tus pecados quedan perdonados”. Nada hace más daño que el pecado, porque aparece en la conversación, en los gestos, no se puede esconder en ninguna habitación interior. Uno cuenta siempre lo que lleva dentro. La muerte no es el día de la partida en el que nos ponemos en presencia de Dios. La muerte es el día que pecamos, cuando todo mengua, todo nos irrita, malvivimos. Mentir es morir, dejarse llevar por la ira es morir. Y es muerte más inesperada que la que sospechamos será ultima. Porque el pecado hace morir poco a poco, es la muerte por goteo. Llueve lluvia negra sobre quién se elige a sí mismo y se aparta de las propuestas del Señor.

El Señor perdonaba los pecados, iba apartando con la mano todas esas muertes que nos matan de verdad. Al paralítico le dice que sus pecados han quedado lejos de él, que ya basta de hacerse daño. A la mujer pillada en adulterio le dice que en adelante no peque más, que no siga arrastrando dolor. El Señor no propone la puerta estrecha para fastidiarnos la vida, sino para hacernos felices. No pecar es escoger la vida. En la vida y en la muerte somos del Señor. Nadie se ha atrevido a proponer tanto: una vida y una muerte como lugares de compañía. Pero el pecado es la soledad, el destierro.

Qué suerte acercarse al sacramento de la penitencia, en la que el muerto escucha las palabras de la Resurrección, “yo te absuelvo de tus pecados en él nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Renacer se puede. Por eso, el matrimonio puede volver a enamorarse, no por puños ni empeño, sino porque han recibido más gracia de Dios. Y así siempre. La cara arrugada y torcida de quien muere por el pecado, vuelve de nuevo a ser al rostro infantil que siempre se reía de todo, porque sabía que la vida era una felicidad.