Quizá uno de los grandes problemas que afronta la familia en el siglo XXI es la reconsideración del hijo como prolongación de las padres, no como un don. Los hijos se han convertido en los galones de la solapa de los padres. Tienen que hacer tal carrera, estudiar en tal sitio y mostrar sus cualidades, porque en esas cualidades están todas las expectativas laborales depositadas en ellos. Hubo un tiempo en que al hijo se le recibía como un regalo, no como un mecano a construir. Cada vez hay más libros en las estanterías de los grandes almacenes sobre “la educación de tu hijo”, como si se pudiera subcontratar la responsabilidad de los progenitores en manos de especialistas. Los familiares de Jesús, los que siempre han estado con Él y lo han visto crecer, quieren que siga ocupando su puesto en la comunidad. Es decir, ¿a qué vienes ahora con monsergas de Mesías a complicarnos la vida? “Tú quédate ahí quietecito, sigue haciendo las sillas del pueblo y ponte a recibir el sueldo para tu madre, anda, y no nos des la murga con sermones”. Querían que no se saliera del espacio que habían construido para Él. Sin saberlo pretendían circunscribir al mismo Dios en un pequeño terruño.

Los artistas son siempre gente en fuga, los santos igual, no pueden callarse lo que llevan dentro y no encuentran sitio donde reposar. Es increíble que haya gente que considere la emigración como uno de los grandes males de nuestro siglo, como si hubiera que seguir los pasos del árbol: permanecer quieto y morir en la propia aldea que le vio nacer. Una mirada así es una mirada que marchita cuanto toca. Es el servidor de la parábola que recibió su talento y lo enterró. Pero los cristianos somos hijos del gran emigrante, la Segunda Persona de la Trinidad. Salió de sí mismo, (los teólogos puristas dicen de la relación intratrinitaria) para venirse a la tierra de Adán. Y no sólo eso, es que se ha quedado para siempre en una tierra que no es su patria. Y aún hay más, se ha llevado nuestra cultura, nuestros deseos, todo cuanto nos es propio, a la verdadera tierra prometida, al más allá. Lo primero que Yahvé le dijo a Abraham fue “márchate de tu tierra”, suelta tus raíces porque, como todo anciano, te cuesta despegarte de lo propio. Sal, sal, que yo te espero fuera.

Cristo, el Hijo de Dios vivo, no fue un palestino de mesa puesta. Así le querían los suyos, como vemos en el Evangelio de hoy. Su madre le preparó humanamente no sólo para que conociera las costumbres de su pueblo, sino para que conociera esa patria verdadera que es cada corazón. Ese corazón humano lleno de áreas de sol y de zonas grises, mitad héroe, mitad serpiente.

Id al mundo entero”, así nos lo dejó Nuestro Señor escrito en la frente. La patria es el mundo entero, no el terruño. Un cristiano sólo sabe moverse dónde está Cristo, y Cristo habita el planeta, espera en cada sagrario y allí donde el hombre sufre.